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Rezó por la vereda cuando nadie le escuchaba; rezaba entre suspiros, escondido tras olivos cuatro veces más inmensos que su figura de niño atormentado. A la salida de misa, todos los domingos, cinco mujeres que rondaban la treintena corrían a bañarse antes del almuerzo. Eran las hijas solteras de las fuerzas de Mariño; María, la guapa; Remedios, insolente; Adela, solitaria; Piedad, tempestuosa y revelada; Inés la de la cara siempre fija al suelo. Escondidas tras las zarzas junto al río, despojaban a su cuerpo del peso innecesario: enaguas, camisola, almidones y cinco de las cinco bragas tras las falda larga. Ajeno a la gran guerra, Roberto las miraba; escapaba así de los gritos de su casa, de la muerte de Dantón – su perro-, y de los chicos medio lelos que no pedían más que pueblo ni soñaban con Madrid, con sus trajes, con paseos a media tarde y cafés en torno a Valle. Se recreaba en las formas de su cuerpo, no en pecado sino en una contemplación casi infinita, memorizando valles y cornisas, amando su inocencia y su ternura, vigilando las cinco corrientes voluntarias de un río recién bombardeado. Para Roberto, aquel sería el momento más cercano al cielo y a sus ninfas.

Una oscura costumbre irremediable le había condenado al campo por herencia. De lunes a sábado soñaba entre los surcos del arado el instante en que ellas, confiadas, empapaban de río su piel blanca, sus cabellos extremadamente largos y sus muslos; el momento en que el mundo se paraba y cinco cuerpos se lanzaban agua con las manos, ríendo, sonriendo, llegando al otro con solo alzar los brazos. Pero aquel sábado, el día en que todo iba tan bien – puchero y ropa vieja y el sol suficiente sin llegar a asesinar- encontró el río vacío, y el recodo sin princesas. Pensó que su reino había caído, que ya no era feliz, que todo había terminado. Recordó que renegó de Dios cuando nada le había dado, en el rincón oscuro de su casa, pensando en su pobreza y en su suerte. Recordó aquello pero comenzó a rezar pensando que cualquier idea resultaba indiferente, que la vida era buscar el domingo en que las ninfas se bañaban y que sin domingo no podía matar el resto de semana, pensando que Dios se le había adelantado, quizás en tan solo un día, en apenas un pecado.

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