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La manera en que Padilla saltó a nuestra cubierta parecía presajiar el viento favorable. Nos miró uno a uno gritando libertad y orden para nuestra tierra. Me fijé en su espada, de guarda simple española para su mano zurda; lo hice porque el pavor me entumecia la totalidad del cuerpo; aún así tras unos minutos de arenga, le perdí bajando por la borda en dirección al otro bergatín, el Gran Bolívar, cuyos marineros esperaban impacientes su instrucción. Nuestra escuadra era una colección de pánico desde las diez de la mañana y mi boca rezumaba ron desde las ocho. Aún así, contamos varias flecheras y faluchos españoles, lo que nos tranquilizó al ver a nuestros buques, superiores. A las dos en punto de la tarde, el sol aún en lo alto, con el largo catalejo nuestro primera divisó al San Carlos. En el Marte soplaba barlovento azuzando el velamen desplegado, nuestro Independiente guardaba sotavento del camino español hacia la costa. Pasada media hora con las palmas de mis manos inundadas en sudor y el estómago vuelto hacia la honra, los de Laborde comenzaron a escupir de sus cañones. Aunque había ya matado a vascos y gallegos y no tembló mi pulso, recordé mi última cantina y el camastro de la Chunga y la Dolores, donde largas noches había brillado de impaciencia descubriendo transitadas geografías de prostíbulo. Cada vez más cerca del zumbido intermitente, templando la piel del barco contra el agua, pronto se notó la destreza de nuestro Independiente, bergantín labrado en años por aquel pronfundo mar. Como siempre ocurre, y no me apena relatarlo porque es parte de la gloria, varios noveles mojaron los calzones de camino hacia el envite y varios de nosotros lo advertimos sin hacerles caer en la deshonra. La panza del barco, repleta de hombres y fusiles, reposó en completo silencio hasta los diez minutos de contacto. El capitán de navío nos puso sobreaviso en esta espera, rompiendo el pensamiento al grito enfurecido de “Abordar, abordar, abordar”.

Bajo lluvia de metralla salió el primero a cubierta Sebastián Valdés, un viejo marinero que viviría su última jornada. Tras de él, de dos en dos por la boca de cubierta, fuimos divisando el olor a humo de la tarde. Una vez arriba, los cables estaban ya tendidos y mil ojos gallegos acechaban el ataque planeado de nuestros primeros oficiales y grumetes. Mi suerte fue penosa al abordar, porque tras la primera pólvora, salvé un machetazo pero hundí mi hombro en afilada bayoneta; mas sintiendo el dolor del resto como propio me repuse al instante y degollé. Sobre dos cadávares de hombre, dirigí mi paso hacia un igual en peso y en tamaño cuyo filo contrarresté de frente y hacia fuera de manera que el gallego se avalanzó sobre cubierta perdiendo el equilibrio y sin él y con mi espada, el resto de su vida. Tras el percance y por error en el cálculo de fuerza, un compatriota me alcanzó la cara por el lado en que aún conservo una herida honda y larga que me hizo sangrar como un marrano sin llegar a perder del todo la conciencia. Aún perdiendo bastantes de mis facultades, saqué fuerza para rebatir a uno que vino desde lejos y que acabó saltando por la borda. Todo esto debió acontecer en apenas dos minutos, al término de los cuales estuve convencido de nuestra derrota al ver morir a nuestro capitán por entre los brazos incansables de los nuestros. Sufrí después un fuerte golpe en la nuca que luego en marca y en recuerdo me ha sabido a empuñadura de sable corto de infante de marina. Tras el golpe, caí inconsciente conservando como última imagen el fuego en la popa del San Carlos. Debió pasar apenas media hora cuando desperté en la bodega del Independiente sobrecogido por el frio de una cubileta de agua arrojada contra mí. Me dijeron riendo que habíamos vencido y toqué aturdido el paño que envolvía mi crisma conteniendo las heridas. El Almirante ordenó apresar a los vencidos y dar fondo allí mismo a sus navíos. Aunque aún era la tarde de aquel día, sin embargo amanecía otro tiempo en nuestra historia. Entre todos los del Independiente, custodiamos lo menos a ciento diez españoles hasta tierra. Ya en el puerto de Altagracia, carpinteros y herreros, atendían a nuestro Independiente y nosotros ahogábamos los muertos en el ron. Así es como yo cuento que parimos Venezuela.

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