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El lunes partida en Finnair a las cuatro de la mañana empollando hindi en el avión. Destino Delhi con trece millones de habitantes. Mentada por primera vez hace dos mil seiscientos años en el Mahábharata como lugar donde vivían los cinco hermanos conocidos descendientes del rey Pandú, incluido el héroe Arjuna al que tantas veces he admirado, el gran hijo fiel y leal de Indra, un dios principal temeroso, con un harén de putas, rezagado y envidioso. A pesar de que tenía la ilusión de encontrar la ciudad pérdida de más de tres mil años, me conformo con ver Jama Masjid y Qila Rai Pitora, el sueño de los Chauhan en el siglo XII. Delhi está desencantada por los coches y el ruido constante pero nos entendemos bien, gran parte de la gente que me habla lo hace en inglés. He pensado en ir a Jaipur pero mi sueño es llegar a Agra y luego bajar a Varanasi; puede que vuelva a la ciudad rosa a la vuelta. Repaso el plano en la pensión; el dueño no hace reverencia cuando le pido luz y extiende la mano buscando el latón de pocas rupias. Me meto y respondo a los correos. A la noche paseo con fruición por Delhi recordando que fue agasajada por imperios y olvidada por todos los británicos.

El cuarto día lo paso viajando en un turbio tren atestado de hermanos, viendo a los ascetas caminar a pie de un lugar a otro buscando su interior en otra vida. El tiempo no pasa y todo parece detenido. Varanasi fue lugar sagrado, centro espiritual y comercial; cuna quebrada del alma y del dinero de esta parte del mundo hace ya siglos. Quiero bajar por alguno de los cien ghats hasta el gran río. Mi idea es bañarme en calzoncillos, entiendo que no seré arrestado. Cuando quiero darme cuenta, se detiene el treb. Paramos media hora creo que por una vaca tendida en medio de la vía. A la hora estamos en Agra, gran ciudad mogola; oigo hablar al Templo Rojo y miles de turistas atestan el Mahal. La entrada a Agra es desoladora, una contaminación brutal te impide ver el fin. Cansado por el viaje, espero ansioso ver la tumba de la Joya del Palacio, quiero prescindir de guías y compro algo de comida algo cara para los que somos extranjeros de este mundo.

Al entrar al recinto siento que la historia se ríe de todos los que creen ser algo, de todos los que me han dañado y amado en mi alejado continente. Llevo años esperando este momento, he pasado meses en pie sin alcanzar un sueño tranquilo ni el descanso. Todos los que creen en el honor, en una casa o un coche más grande, en el fin y no en los medios, todos los que visitan este templo como algo más en un viaje por el mundo, se quedan a las puertas de ver con nitidez esta belleza. Aquí, en el rincón interior en que me encuentro, hablando con los jardines que humedecen mi poema, recito de memoria la secuencia que escribí hace casi quince años. La recito como un rezo, esperando una respuesta. Sonrío a Jahan y pienso que él lo consideraría un tiempo breve. Expoliado y nacido en la llanura, el Taj Mahal es un gran Corán con paredes y techos infinitos, es un sueño de cuarenta mil manos amputadas trabajando en un sagrado compromiso; en conjunto es un concepto, en concreto es todo lo que se puede entender por el amor. Nueve iwanes y el brillo inmortal del mármol blanco me iluminan. Al girarme veo al fin edificios de piedra roja que me recuerdan que estoy vivo. Pienso en no moverme y no lo hago. Tras más de tres horas sentado en el blanco, no puedo antender qué me pudo preocupar en Madrid, qué problemas -si tenía- no me dejaban seguir hacia delante. Busco un sitio en la ciudad y al fin descanso. Hoy recorreré Agra y compraré unas sandalias; lavaré la ropa y seguiré a Varanasi, detrás está Kanpur.

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