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Disimula con impulsos de cordura, los retazos cansados de su mente. Esa es la razón de que nadie le frecuente ni le tosa. Su oscura lucidez le merma. Hoy se ha levantado envenenado, con el cuerpo rígido y los ojos estampados en la puerta. Ha bebido tres vasos de miedo con dos partes de cautela en cada vaso. La tercera parte es siempre miedo puro más allá del pánico. Me refiero al miedo que convive con los sabios y los médicos, con la gente que conoce su estado y lo digiere, aquellos que ven morir constantemente algo que siempre supieron que era eterno. En el caso del hombre del que hablo, estanterías de abrigos encubiertos en forma de libros apilados. Y un sillón de enea cuyas hebras palidecen. Y armarios de puertas corredoras y pulmones vacíos en forma de botellas. Fotografías de un abuelo conduciendo un coche que atropella la miseria, carteles taurinos que anuncian sorteos de cocinas, juegos de cazuelas y sartenes, nombres que verán su tinta escribir renglones en la arena. Para el frío de la noche, sueño; para los papeles que hablan de su vida, carpetas que contienen su consuelo. A solas se puede llorar mucho, llenar bañeras de temblor y de tormento, pasear solo, vivir solo, habitar las cornisas del silencio, diluir granos de vida sobre el agua hirviendo de los tiempos, pero lo cierto es que no existe soledad hasta que reparas en que todos la conocen.

De vuelta del mercado, nuestro hombre ha escrito esto: “Cuatro pares de manzanas similares no son más que ocho manzanas totalmente distintas”

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