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Se sumerge en la bandada de pájaros con chaqueta de su calle. Navega en cada acera, precavido de los faros. Alza el vuelo en las esquinas a través de los ojos de los otros. De cuando en cuando asiste a la cópula infinita de cristales. Y al fin de todo asciende, se escabulle entre la manta de automóviles y sol para hacer llegar la lluvia. Se detiene en el centro del balcón y se acribilla, divisa la manada de profetas, conoce a Dámaso en el parque y cada hoja de roble le parece que habla griego. Atiende porque el tiempo es un conjunto de líneas en la palma de su mano. La piel de las antiguas cosas le pesa contra el cuerpo. Piensa en no ceder nunca, en detener el curso de su vida y en girar también unos ciento veinte grados. Dilata el horizonte cuando habla, humedece los charcos con su llanto; su fachada es un rostro montañoso cuyo tacto es un beso en la memoria. Su corazón se reproduce por esporas a la espera del siguiente folio. Alcanza la comprensión relativa de los patios, organiza el crecimiento en las macetas de todo el vecindario.

Silla suspendida. Exposición temporal. Obra ajena.Se alimenta de los asesinatos, del homicidio del día y el triunfo de la noche, del embargo de las puertas entreabiertas y el sabor de la cerradura de tu alma. Lo hace porque él tiene la llave, porque no la utiliza ni defiende, porque todo lo que es o ha sido le demanda nacimiento. Pinta de colores los semáforos, traza surcos blancos sobre asfalto en recuerdo de esa cárcel consentida que es su cuerpo. Recita pasos cuando los demás van caminando, lee -antes de escribir- su historia en las briznas de la hierba, conoce el lenguaje de las piedras. Frecuentemente da calor o frío y nunca en periodos compensados. De todas las gargantas y las lenguas de este valle, pudiera decirse -no sin miedo- que su desfiladero de palabras es la tempestad concreta. Duerme y se asume, pero no se necesita.

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