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El sol interrogaba al edificio disecando las gotas de polvo de todas las ventanas. Los cristales ardían en silencio, esperando la calma que vendría con la última hora de la tarde. Adentro la gente en los pasillos dibujaba itinerarios invisibles, combinaciones de pasos buscando los rincones fríos y las sombras. La calle Szu Tzao hacía honor al muerto con que fue rebautizada: estaba llena de luz aunque escondida. Sobre las cuatro de la tarde, el parpadeo de los estores blancos desplegados arropaba la siesta calma del inmueble. A esa hora y como cualquier lunes o martes una fiesta de trajes mal cortados sobre pares de zapatos apagados asediaba la calle entre murmullos. Con la ventana abierta, divisaba desde mi despacho el tumulto de la calle, desde la esquina con Shin Park con un parquímetro que hacía las veces de faro para los navegantes vespertinos, hasta  el final de la calle donde un taller de costura clandestino tejía las corbatas que las boutiques de alta costura venderían el siguiente mes en ciudades europeas. El calor sin ser mortal, era intenso y sofocante, lleno de la humedad que inunda aquellas latitudes. Me levanté mareado buscando la fuente de agua embotellada que hacía dos meses había inaugurado un directivo entre aplausos y recortes de cabeza. Fue entonces, en medio del sopor, cuando recordé su rostro y el diminuto recorrido entre las dos comisuras de sus labios. Su blanca piel me pareció la plata verdadera que ningún mercado de Hong Kong podía darme. Fue entonces, como digo, cuando decidí vivir este argumento, disponer cada instante a lo largo de páginas y párrafos. De alguna manera, aquello iba calmar mi sed mucho más que la fuente de agua embotellada de mi planta. Y aunque en ocasiones  me atenaza el recuerdo de aquella sensación, vivo inmerso en la idea de su rostro, algo tan físico e inmediato que a menudo condiciona mis principios.

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