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La Tempestad. Giorgione, 1508

 

Sobre la relación entre Próspero, heredero de Milán en el exilio, y este cuadro se podrían establecer varios vínculos geométricos que se alejan de la lógica del mundo. Podríamos enunciar un principio por el cual la mujer que nos descubre es la joven Miranda desvalida y el hombre que la observa es Ferdinando. Este ejercicio, aún siend fiel al encubrimiento creativo del que este sitio hace gala, carece de fundamento historiográfico y se aleja del entendimiento de los críticos. A este cuadro he dedicado ejércitos de horas a caballo, lo he memorizado dócil, diligente, pensando en que tal vez lo entenderé mejor mañana. He escrito varias aproximaciones, todas ellas contrapuestas y mortales. Las interpretaciones de mis predecesores ocupan igualmente un amplio espectro de locura y emplean mitos griegos e imaginarios cristianos y judíos para explicar el mensaje y proyección del cuadro. Es mi fe – y vivo por ella- pensar que la Arcadia ha sido retratada en este lienzo por Giorgione. La Arcadia de todas las mañanas, ese lugar mental al que tendemos y esperamos. En este cuadro están el Dorado, la isla de Aztlán, la ciudad de Utopía y por defecto, el País de las Maravillas. Soy capaz de reproducir el momento y condiciones en que esa columna rota y ese hombre con desdén fueron creados. La Arcadia es la región de los osos para la mitología griega, en la actualidad una prefectura más del país en llamas al borde de colapso financiero gracias entre otras a conversaciones de ascensor de varios niños en el recreo del Colegio Standard & Poor´s. De este modo tan abstracto y despojado vigilamos el pasado en nuestros días.

A pesar de que la Arcadia sea crisis, Giorgione dotó de color y compostura a cada personaje para sobrevivir a lo largo de al menos quinientos años de espesura. Al árbol le dio hojas con que elevarse al cielo, dio al hombre una actitud desconcertante y al puente sobre el río y también a la cigüeña, conceptos opacos con que atormentar la salud de la Historia universal del Arte. En el hecho de asediar un simple lienzo donde el resto ve fantasmas y entelequia, reside la belleza de esta y cualquier otra Tempestad. Al autor, maldito y misterioso, apenas se le atribuyen seis o siete cuadros terminados, de los cuales éste me parece el más simbólico o abierto. Lo es no por su significado sino por su ausencia de intención, p0r la vida del hombre que trazó sus pinceladas, por el rayo hueco y el estrépito ignorado, por la actitud desafiante de cada personaje. Bajo un cielo que anuncia la tormenta, dos personas reposan en la Tierra. Conocen perfectamente la lluvia, el estrato, el cúmulo, la capacidad del mundo para estallar en un instante próximo y tal vez inmediato, pero no parpadean ni temen la tormenta porque toda vida sigue y es continua, y el niño necesita alimentarse. Sea puta o virgen, semidiosa o sobrehumana, la mujer nos contempla desde el cuadro y cohibe al espectador ante su imagen. En esta suerte de situación incómoda a la que no hemos sido invitados, la escena nos rodea y nos abraza. Abstraido de cualquier verguenza o sentimiento secundario, el niño vive y garantiza la inmortalidad del cuadro. Mientras nosotros o él nos sintamos ese niño o los ojos que le miran, por el momento parece que no todo está perdido.
 

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