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… de cada verano se asoma desde su balcón para ver ladrar a los perros en el parque y retozar a los grupos y parejas sobre el gastado suelo de césped. En ese lado de la calle del que hablo el sol domina un amplio jardín de árboles cuyas hojas superpuestas disponen cuatro filas de alturas y colores. Al fondo el resto de ciudad y la parte de campo vivo aún no conquistada por la tribu. De los cuatro órdenes custodiados por un paseo con rosales rojos y amarillos, en primer término, solo y mustio pero erguido, un joven abeto muy ajado  intenta cada tarde a la hora de la siesta – a la misma hora en que ella lo divisa- rivalizar en belleza con su distante compañero. Lo consigue. Este diálogo febril se prolonga hasta la noche, hora en la que ambos seres vivos junto al resto de tropas del jardín detienen su festín de sol para convertirlo en química y en vida.  Por respeto a la joven que se asoma a contemplarlos, ningún árbol de los que hoy he mencionado hace uso de frases o palabras. Guardan con recelo el secreto inaccesible de sus hojas, el lento pero eterno crecimiento. Ella desde su balcón se acostumbra a su belleza con los años y ya de poco a poco se atreve a salir y contemplarlos como la primera vez, sin reparar en las pinzas de la ropa, más allá de las cortinas, la ventana, la barandilla de cien años, las tareas de la semana, más allá del trabajo, del día a día, cruzando la calle con los ojos, sin poder tocar el cuadro pero sí poder vivirlo.

Vista de un parque más allá de la ventana

Vista de un parque más allá de la ventana

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