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“Una agonía es también un proceso vital, no menos que un nacimiento, y a menudo ambos se pueden intercambiar.”

Herman Hesse, Elogio de la vejez

El desprecio hiriente o la idealización incondicional de nuestro pasado -no me cabe duda- son dos de las mayores causas de conflicto en nuestras sociedades. Han provocado las mayores guerras y generado la peor inestabilidad que se recuerde. Es tan malo o incluso peor basar nuestras decisiones tan solo en el pasado como basarlas en un obstinado intento de borrarlo. En estos momentos el péndulo social está en este segundo punto. Esa obsolescencia programada de ideas, de cosas, de personas nos impide ver la luz de una figura inmutable y llena de razón: el anciano. Yo hablo mucho de inteligencia social pero ¿qué red social, disco duro o tableta es más fiable, resistente al tiempo y admirable que los guardianes de la memoria colectiva? Mi consejo es este: sal de facebook y habla con tu abuela.

Porque hay algo que salvo un imprevisto en el camino a todos nos llega y nos toca por igual. El gran estadista, el estanquero, el hombre de negocios, la presidenta, el secretario, la repartidora de correos o el camarero, el periodista, la autora, el lector, el ser inteligente y el idiota, el hombre bueno y el malo… todos ellos envejecen. Decía Bacon que este era el secreto de una buena vida: “vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer”. En nuestro tiempo despreciamos sin embargo con un impúdico desdén el valor inmenso que atesora la vejez. Actualmente nuestra programación social descarta a los mayores, los aparta y los condena a un ostracismo comúnmente aceptado. Y cada vez se es viejo más pronto y el exilio social es más temprano.

Recientes y consecutivas medidas punitivas en relación a la jubilación (que no es otra cosa que el reconocimiento social avanzado a la aportación de un individuo en su etapa productiva) no dejan lugar a dudas: estamos destruyendo, malnutriendo y generando una indefensión imperdonable sobre un pilar básico de nuestra sociedad: el anciano. Tiene que ver con diferentes factores demográficos como el envejecimiento acelerado de Europa, que corre el riesgo de ser la residencia de la ya muerta aldea global, o con factores económicos que hablan de la falta de sostenibilidad financiera de tan alto porcentaje de ancianos por parte de un reducido número de seres supuestamente productivos. El considerar que un anciano no es productivo para una sociedad ya es sintomático de la pérdida de pensamiento sistémico y perspectiva que hemos alcanzado. La falta de cuidado y atención generalizada sobre aquellos que han hecho que estemos aquí -sea como fuere- es ya un hecho que nos toca a diario de forma autoimpuesta en nuestras familias.

Sin embargo una lectura menos menuda debería hacernos reflexionar. Si tenemos una sociedad vieja deberíamos tener una sociedad sabia. ¿Por qué claramente no es así? Porque nuestra actual vejez dista mucho de parecerse a la vejez de nuestros ancestros. Hemos declinado y conjugado el verbo envejecer hasta casi agotarlo por completo. Nuestra vejez urbana pesa, socava y deteriora. La experiencia ahora no es un grado sino una losa. Algunos ignorantes proclaman que todo el mundo vale para todo y que cualquiera puede acceder a la excelencia. La democratización del acceso al conocimiento con la llegada de la Red parece haber enturbiado la mente de aquellos que defienden que ser joven, apuesto y a la moda es la única forma de vida asumible para todos. Mi segunda confesión en estos días también es un hecho constatado por los que me han conocido durante años. Siempre he sido un viejo. Cuando dejé mi último trabajo, una compañera me entregó una nota que, entre otras cosas, decía lo siguiente: “Por mucho que quieras disimularlo en un cuerpo ahora de pocos años, eres un alma vieja

De modo que a mis casi treinta años soy un viejo y estoy consecuentemente cansado de que se nos releve y se nos humille. Estamos jugando con un fuego que jamás podremos extinguir porque muy a pesar de nuestra incoherente voluntad, la base estable de cualquier sociedad sedentaria son siempre los ancianos. En el genial blog gráfico 500 generaciones, Nacho Docavo nos comenta que la primera ley que se dictó en el mundo la dictó un anciano probablemente hace 12.800 años. Muchas teorías filosóficas e innumerables culturas asocian la sabiduría a la vejez. La soficracia, que aún se practica en lugares recónditos de Asia, algunas regiones de América Latina y África, estuvo basada en sus inicios en consejos de ancianos que deliberaban sobre el bien común de su comunidad. Actualmente existen comunidades tribales cuya toma de decisiones es adoptada por los miembros de mediana edad pero con un peso importante de los ancianos del lugar como poder consultivo y asesor. Es así también como nació la palabra Senado (del latín senex o anciano), órganos consultivos oligárquicos en la Antigua Roma y naturales en la tradición indostánica. Ya en nuestra Edad Moderna, el Conseil des Anciens en el siglo XVIII francés, era un organismo legislativo formado por ancianos y tan pervertido a posteriori por clanes familiares como el romano. También es reconocido indistintamente en las familias occidentales y orientales el respeto y el ritual de culto asociado a los ancianos contadores de historias (storytellers) como garantes del conocimiento y la memoria grupal. En la Edad Media estos contadores de historias conformaron un gran legado literario gracias a la tradición oral heredada de padres a hijos. Goethe reflexiona sobre la vejez en Fausto y Pitágoras decía que una buena vejez es la recompensa a una buena vida.

 

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En el largo éxodo histórico del pueblo judío desde tiempos de Moisés la figura del anciano ha sido venerable, desde la formación del Sanedrín (un consejo de 70 ancianos jueces y gobernantes) hasta pasajes sagrados en los que se defiende al anciano incluso por encima del derecho: “la ley es agua, la palabra del anciano, vino generoso”. En Birmania el Consejo de ancianos o Salang era respetado como cuerpo judicial y el Myit Su, el hombre más respetado, solía ser una anciano conocedor de costumbres. Los arunda australianos reservan sus mejores comidas para los viejos y los samoanos reconocen a sus ancianas como las mejores tejedoras y maestras de mujeres jóvenes. Son respetadas como autoridades en Medicina y matronas excelentes. Los chamanes o hombres espirituales nunca son jóvenes o de mediana edad, más bien son los mayores de su comunidad tanto en los indígenas norteamericanos como en los hotentotes, hopis o hamagua.

Al contrario, muchas sociedad nómadas coinciden en entender la vejez como una carga. Parece como si esa nomadización que sufre nuestro sistema social (en la familia, la vivienda, el trabajo) desplazara el valor de la vejez. Parecemos imitar a esos pueblos nómadas que abandonan o matan a sus ancianos en rituales milenarios que ayudan a perpetuar la comunidad. Como en Siberia, donde los chukchis abandonan a sus ancianos en la nieve a temperaturas extremas; como esas tribus brasileñas, los borobos, que ahogan a sus mayores untados de resina en cuanto éstos no se sienten útiles; como esas comunidades de Panamá, los guaimíes que abandonan a los ancianos en la selva con el solo sustento de una calabaza. Por su parte los esquimales abandonan en el hielo al anciano o al herido de muerte hasta ser devorado por los osos que luego son cazados y forman parte del alimento de la comunidad, cerrando el ciclo de la vida. Algo parecido ocurre en el Norte de Venezuela, donde parece que antiguas tribus mezclan las cenizas del muerto en la bebida que la nueva generación bebe para nutrirse simbólicamente de su sabiduría. También en Tierra de Fuego y en Guinea era usual comerse a las ancianas ante la falta de sustento en una región tan adversa. La única diferencia entre nuestra cultura y todos estos casos de comunidades nómadas es que el sacrificio o el abandono en ellos partía siempre del propio anciano guiado por un sentimiento de supervivencia del grupo. En nuestro caso se trata más de una sentencia tácita de agonía que perpetra la sociedad a espaldas de su pasado.

La vejez es, como decía Ramón y Cajal, una enfermedad crónica siempre mortal que curiosamente todos deseamos. Aún así, parece que todos tendemos a desautorizar la posición de los ancianos en nuestro tiempo. Sin embargo en la película La tête en friche (Jean Becker,2010) asistimos a una relación de respeto, ternura y empatía entre un hombre de mediana edad maltratado por su madre desde niño y una anciana abandonada por su familia. Sucesivos encuentros en el banco de un parque hacen renacer en ambos el amor por las pequeñas cosas y la pasión por la lectura. Salvando la opinión de los estúpidos hombres blancos que pueblan de crítica cinematográfica pseudo-profesional nuestros periódicos, se trata de un film lleno de enseñanzas pedagógicas que nos enseña el valor de la vida y de la bondad con independencia de nuestra obsolescencia física socialmente programada. Así que, lo dicho, sal de facebook y habla con tu abuela. Será mejor para todos…

Fuentes: artículo antropológico del Instituto Conmemorativo Gorgas

Nota: algunos me reprochan la longitud de los artículos, yo -inalterable- les reprocho la fragilidad de su constancia porque, a pesar de todo, siempre vuelven. Gracias 😉

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