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ES un mundo libre

It's a free world, Ken Loach, 2007

Cartel promocional de It's a free world, Ken Loach, 2007

Lejos de las feroces garras de la cordura, una madre soltera decide no volver a pasarlo mal cueste lo que cueste. De nuevo Ken Loach plasma un cruel y duro reflejo de una sociedad en la que sobrevive la esclavitud, el abuso y el clasismo por encima de los principios más elementales. El guión del genial Paul Laverty nos deja entreverar el mundo gris al que muchos llaman libre; la libertad de la lucha de clases, de la selección artificial. It’s a free world (mal traducida a nuestro idioma como “En un mundo libre”) es un relato duro y desgraciadamente muy real de los mecanismos y engranajes más primarios de la fallida globalización, en ningún caso cultural, en todo orden económica. En mitad de la película, la conversación de Carol y la protagonista tomando café en un bar poco después de enfrentarse a la realidad más violenta, resulta especialmente significativa: “No lo quiero, quédatelo. No todo es dinero. Esta noche podría cocinarte en mi casa buena comida polaca. ¿Te apetece venir?” “No, de verdad, Carol, no puedo, me apetecería mucho pero no me has conocido en buen momento”. A cualquier alma que no haya sido perturbada se le asoma la pregunta: ¿Y cuándo es un buen momento?. Cine social para reflejar el lado asocial de nuestro tiempo: contratos basura, despersonalización, xenofobia y explotación humana. Como nos tiene acostumbrados el bueno de Kenneth, buen cine a modo de gafas contra la miopía humana.

Está siendo escrito

Entre mis papeles, he encontrado varios manuscritos del pasado, entre ellos algunos relativamente recientes que he compartido con la blogosfera en las dos entradas anteriores. Pero además he hallado uno que me resulta esclarecedor y que comienza de este modo:

Este poema se titula “Poema para ser gritado en alto ante una multitud de seres de mi especie pero no de mi manada”. Está siendo escrito el día veintiuno de septiembre de dos mil nueve y será leído dentro de no más de cincuenta y cuatro meses. Decimoquinto encuentro con la luna bajo un techo que no bosteza luz junto a una lámpara de noche que me dicta el firmamento. He amanecido ebrio, me levanté temprano porque no me atareé con los grandes pensadores. Actualmente he vivido n años que considero enteramente muertos bajo la premisa de que soy lo que seré dentro de un tiempo pero ni la sombra de todo cuanto era. Estas reflexiones que lanzo hoy -y estoy leyendo en alto mañana- son juventudes de palabra, infancias de pensamiento que no me atrevo a madurar si no es en compañía. La manta que hoy me cubre ayer me costó semanas de trabajo, y el cuarto que hoy me observa, lo pago con la dispensa generosa de siete años de inventiva. (…)

Hasta aquí todo cuanto hoy debo decir. Por compromiso propio debería gritar el manuscrito íntegro dentro de tres años y diez meses.

Inquiring heart

Inquiring heart

La fuente de la eterna juventud

La fuente de la eterna juventud

Cada día bebía de la fuente de la eterna juventud que tantos hombres habían buscado sin solución de descanso ni una merecida paz. Juan de Mandeville, en una página perdida de su Libro de las maravillas del mundo, relata cómo un solo hombre vivió como guardián de la fuente mítica que buscaba con violencia Ponce de León. El relato es el siguiente:

Se levantó pensando en ella; no lo hacía cada uno de esos días ni imaginaba siempre tan precisas sus manos diminutas, pero aquella mañana disfrutó preguntando al corazón. A veces no tenía tiempo y a veces le sobraba; algunas tardes, ilusionado, firmaba claúsulas que prorrogaban su emoción sintáctica y los años felices de su vida. Como todo el mundo sabe, la cláusula requiere al menos dos voces en modo contrario, y así entendía en sentido amplio a su corazón inquisidor y a esa vocecita centelleante que le acompañaba en el viaje riendo y llorando como un gorrión cansado que siempre come cereales y trocitos de jamón. Y pensó: El delicado baile de los días a menudo deriva en una artrosis creciente que nunca mereció evitarse. En alguna parte y momento de su cuerpo y de su vida repletos de emociones, externalizó su sonrisa; la cedió a un cuerpo y a una vida ajenas y las cuidó y descuidó con tanto amor que incluso cuando su memoria le fallaba, su viaje inconsciente se guiaba por la luz y el agua que manaban de aquel gorrión centelleante. Y así es como siguió mirando hacia delante y como, con tan solo un punto cardinal, pudo encontrar siempre el norte y conocer por oposición donde se encontraba el sur. Él cuidaba toda una constelación dramática y hermosa, y el universo sin duda le era favorable. Así, digo, es como disfrutaron de las mañanas que aún quedan por venir el hombre y su fuente, la fuente y el hombre.

Indefinido

La palabra “indefinido” ha cobrado especial relevancia en los entornos sociales que frecuento. Desde hace años escucho esta palabra pronunciarse mucho más que “infinito” o “relevante”. Parece como si aquello que virtualmente no se pudiera acotar o definir, nos tranquilizara en nuestra vida profesional al contrario de lo que ocurre en el resto de nuestra vida, donde todo aquello que es indefinido o no se ciñe a unas normas o baremos nos asusta e intimida. Realmente el hombre social firma un contrato de arras con el padre Leviatán que le mantiene unido a él como un buey que con su esfuerzo da sentido al yugo. Creo que es necesario el concepto de “trabajo” tal y como tradicionalmente y a grandes rasgos el ser humano lo ha entendido; creo que el engranaje del sistema social que nos facilita o dificulta la vida requiere de cuidados, de motores, de un mantenimiento. Sin embargo, hoy que con tanto prestigio se nos presenta la palabra “indefinido”, vemos que en nuestro país cada vez pierde más valor. Tendemos a la seguridad y nos la venden y hacen tragar en los diarios pero lo cierto es que no es suficiente ni debería calmarnos. Si con una lupa inmensa contemplaramos nuestros movimientos, cual hormigas atareadas que conspiran contra el tiempo, podríamos tal vez contemplar que lo indefinido no es más que una ilusión ya en papel o en la memoria fotográfica. Tendemos a construir arquetipos y a destruirlos, somos invasivos y exiliados de nosotros mismos, herederos y desheredados de Darwin, bien analizados por Jaspers, retratados por Zweig y Galdós, Baroja y Kleist, pero aferrados a la sensación virtual de necesitar una seguridad inmediata, cercana y aparentemente tangible somos capaces de cualquier cosa, cualquier barbaridad, imaginen lo peor. Los políticos lo saben y nos utilizan para demostrar que esta teoría es cierta y se perpetua desde que dejamos de cazar y construimos casas o hicimos el fuego placentero al abrigo de una cueva. El sedentarismo merma y nubla pero ya es imprescindible. De cuando en cuando evitarlo y sobrepasar los márgenes diarios de nuestro ecosistema nos hace sentir dueños, por eso nos vamos de vacaciones o viajamos, tendemos a la evasión tras la victoria y también tras la derrota, no queremos recordar pero sí que nos recuerden. Y todo esto que digo sí es indefinido.

El día que conocí a Damián

Aquel diez de julio, la dignidad de la mañana era más grande que su amor primero. Se levantó de la cama con el sol; no por su luz sino de su mano; arrodillando el resto de planetas. A esta altura del relato, podéis imaginaros a Damián, podéis tal vez pintarle en su tránsito de calles, dibujar su rostro sin siquiera conocer su altura, su edad o el color que alumbraba su mirada. Lo imagináis despierto, con cuidado, pensando en él; lleno de la vida y muy delgado; hinchando el pecho de humo o sentado en una silla. Así -como aquel día- es como recuerdo yo a Damián, como queriendo amanecer deprisa. Le conocí hace más de veinticinco años. Parezco verle apoyado en esa esquina: erguido, vestido con su falsa piel de lino, sin mirar a ningún sitio, distraído del mundo y de la gente, de Madrid, que siempre fue ciudad impredecible. Así me dijo: “ciudad impredecible”. Yo entonces no hablaba con cuerdos, así que le miré a los zapatos. Los que llevaba eran marrones, seguro que de ante, con la punta achatada y muy discretos, de cordón alto. Cada vez que pronunciaba una frase esperando una respuesta, yo miraba sus zapatos. La escena, aunque parezca cómica, resultó reveladora. Fue él aquella tarde quién me enseñó a escuchar.

Al principio, los días en que Damián hablaba, yo escuchaba; y los días en que yo acechaba su conciencia, él supongo que esperaba turno. Media ciudad nos miraba esperando una respuesta. En el metro una anciana me golpeó una vez el brazo como indicando que debía responder. Le expliqué la costumbre de alternancia en las intervenciones pero la mujer, mirando hacia otro lado, se limitó a esgrimir: “La madre que os parió”. En otra ocasión andábamos en busca de un estímulo con que matar el tiempo, creo que era un libro pero puede también que fuera un disco -entonces se adquirían en las tiendas-. El caso es que una pareja nos cogió el paso durante largo rato y andaban esperando que él hablara pero aquel día le tocaba escuchar. Tras unos quince minutos de paseo, el novio estaba algo perplejo pero ella, al ver que Damián no emitía palabra y aprovechando la parada en un semáforo, me tocó el hombro y me dijo: “No te preocupes, nene, si a mí me pasa lo mismo con el mío”. El novio pareció indignarse.

La cosa duró algunos meses, pues el procedimiento, aunque embarazoso, parecía dar sus frutos. Os puedo asegurar que conocí mejor a Damián durante ese tiempo que a mucha gente con la que llevo una vida entera. Pero un día – no se por qué- le cogí del brazo y le dije que no podíamos seguir así, que había que mantener algún tipo de relación mucho más directa, creo que empleé la palabra “dinámico”. Yo entonces leía libros como quién va de caza esperando ver conejos. No me interesaba tanto el contenido como intentar llegar a algo, a un descubrimiento, una frase que quizás tuviera segundas intenciones y que solo yo creía interpretar. Aquella mañana debí leer a Russell y se me ocurrió que podía comportarme como el resto de mortales o que al menos debía intentarlo. Recuerdo que aguanté la mirada y dije algo así como: “Mira Damián, yo no soy homosexual, pero esto no parece normal; no es que quiera follarte, pero es que creo que debemos mantener una relación mucho más fluida, algo más dinámico.” Damián pareció extrañarse, se dirigió a un lado de la calle y cogió una servilleta casi transparente, de esas con reborde que sirven en los bares. Se sacó el bolígrafo del traje y escribió: “Damián (el contratante) se compromete a mantener una relación algo más dinámica con David (el contratado) bajo contrato indefinido sujeto a turnos de 24×7”. Me miró y me dijo: “¿Te sirve así?”; le contesté que sí entusiasmado y seguimos caminando. Eso fue todo. Por aquella época a mí me encantaban los papeles escritos, y si tenían algún tono oficial de compromiso, como de algo formal, mucho más aún. Yo era así, muy serio y muy comprometido; luego fui “prometido”; luego “metido” y luego me quedé en “ido”, según dice la gente. Supongo que todo fue menguando, parecía como si al principio de mi vida intentase buscar palabras más largas para luego poder ir aguantando con todas las pequeñas. De alguna manera, así he llegado hasta hoy. Después de todo, el de aquella servilleta, si os soy sincero, es el único contrato que he cumplido.