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Los días llenos

Se pasaba los días llenos intentando recordar. Damián había sido asesinado en la franja de Gaza, y antes de ese día fue matado en Jartún a cuchilladas, envenenado en un palacio veneciano, pasado a machete en el desierto de Atacama, burlado y muerto a tiros en un barrio de París, lapidado en Egipto, degollado en el Madrid del XVII, atropellado en la India por un utilitario, hecho cadáver en Katmandú por el ejercito de Mao, arrastrado en carne viva por familias de caballos mogoles a su paso y herido de muerte en el pecho en plena justa normanda a los pies de una dama de pañuelo blanco. Cada día intentaba recordar estos momentos, los sentía como la vez que pasaron, recientes y lentos, repletos de esperanza en que no se repitieran. Y con ello, ya digo, se le pasaban los días llenos en la memoria de los días en que había sido muerto.

El día que conocí a Damián

Aquel diez de julio, la dignidad de la mañana era más grande que su amor primero. Se levantó de la cama con el sol; no por su luz sino de su mano; arrodillando el resto de planetas. A esta altura del relato, podéis imaginaros a Damián, podéis tal vez pintarle en su tránsito de calles, dibujar su rostro sin siquiera conocer su altura, su edad o el color que alumbraba su mirada. Lo imagináis despierto, con cuidado, pensando en él; lleno de la vida y muy delgado; hinchando el pecho de humo o sentado en una silla. Así -como aquel día- es como recuerdo yo a Damián, como queriendo amanecer deprisa. Le conocí hace más de veinticinco años. Parezco verle apoyado en esa esquina: erguido, vestido con su falsa piel de lino, sin mirar a ningún sitio, distraído del mundo y de la gente, de Madrid, que siempre fue ciudad impredecible. Así me dijo: “ciudad impredecible”. Yo entonces no hablaba con cuerdos, así que le miré a los zapatos. Los que llevaba eran marrones, seguro que de ante, con la punta achatada y muy discretos, de cordón alto. Cada vez que pronunciaba una frase esperando una respuesta, yo miraba sus zapatos. La escena, aunque parezca cómica, resultó reveladora. Fue él aquella tarde quién me enseñó a escuchar.

Al principio, los días en que Damián hablaba, yo escuchaba; y los días en que yo acechaba su conciencia, él supongo que esperaba turno. Media ciudad nos miraba esperando una respuesta. En el metro una anciana me golpeó una vez el brazo como indicando que debía responder. Le expliqué la costumbre de alternancia en las intervenciones pero la mujer, mirando hacia otro lado, se limitó a esgrimir: “La madre que os parió”. En otra ocasión andábamos en busca de un estímulo con que matar el tiempo, creo que era un libro pero puede también que fuera un disco -entonces se adquirían en las tiendas-. El caso es que una pareja nos cogió el paso durante largo rato y andaban esperando que él hablara pero aquel día le tocaba escuchar. Tras unos quince minutos de paseo, el novio estaba algo perplejo pero ella, al ver que Damián no emitía palabra y aprovechando la parada en un semáforo, me tocó el hombro y me dijo: “No te preocupes, nene, si a mí me pasa lo mismo con el mío”. El novio pareció indignarse.

La cosa duró algunos meses, pues el procedimiento, aunque embarazoso, parecía dar sus frutos. Os puedo asegurar que conocí mejor a Damián durante ese tiempo que a mucha gente con la que llevo una vida entera. Pero un día – no se por qué- le cogí del brazo y le dije que no podíamos seguir así, que había que mantener algún tipo de relación mucho más directa, creo que empleé la palabra “dinámico”. Yo entonces leía libros como quién va de caza esperando ver conejos. No me interesaba tanto el contenido como intentar llegar a algo, a un descubrimiento, una frase que quizás tuviera segundas intenciones y que solo yo creía interpretar. Aquella mañana debí leer a Russell y se me ocurrió que podía comportarme como el resto de mortales o que al menos debía intentarlo. Recuerdo que aguanté la mirada y dije algo así como: “Mira Damián, yo no soy homosexual, pero esto no parece normal; no es que quiera follarte, pero es que creo que debemos mantener una relación mucho más fluida, algo más dinámico.” Damián pareció extrañarse, se dirigió a un lado de la calle y cogió una servilleta casi transparente, de esas con reborde que sirven en los bares. Se sacó el bolígrafo del traje y escribió: “Damián (el contratante) se compromete a mantener una relación algo más dinámica con David (el contratado) bajo contrato indefinido sujeto a turnos de 24×7”. Me miró y me dijo: “¿Te sirve así?”; le contesté que sí entusiasmado y seguimos caminando. Eso fue todo. Por aquella época a mí me encantaban los papeles escritos, y si tenían algún tono oficial de compromiso, como de algo formal, mucho más aún. Yo era así, muy serio y muy comprometido; luego fui “prometido”; luego “metido” y luego me quedé en “ido”, según dice la gente. Supongo que todo fue menguando, parecía como si al principio de mi vida intentase buscar palabras más largas para luego poder ir aguantando con todas las pequeñas. De alguna manera, así he llegado hasta hoy. Después de todo, el de aquella servilleta, si os soy sincero, es el único contrato que he cumplido.

La justicia

En la tranquilidad del parque abierto, Damián iba a sentir los años venideros, la paz que ahoga y el silencio colmado por las ruinas. Su llegada a Atenas fue poco menos que insidiosa. Nadie recibió al único embajador de Sócrates y apenas un guardia portuario se atrevió a dirigirle la palabra. En su maleta guardaba cuatro calzoncillos, dos pantalones, una camiseta interior y tres camisas. Acerca de los pantalones largos, un falso biógrafo cuya autoridad hace tiempo quedó en entredicho, ha escrito recientemente que Damián escondía su cuerpo del sol sobre noviembre. La idea me parece apropiada a la razón de mi relato y por eso me hago dueño de la imagen. Cuando atravesaba la aduana pensó en las fronteras griegas, en el marco y en el límite de las últimas palabras de aquel hombre encarcelado. Se repitió a sí mismo que las blancas tardes con Andrés le esperaban a su vuelta y que el paseo de olivos repetidos como espejos que encontró al llegar al Ática, no era más que la víspera de un juicio justo.

Rafina no tiene más de once mil habitantes verdaderos si apartamos a filósofos y a esclavos; morralla que es la base social de cualquier país en democracia. La llegada de Damián no supuso un empuje para el censo pues no siendo filósofo, se sabía esclavo de los mitos. El puerto de Lavrio amenaza la hegemonía de este pueblo en el Egeo; muchos pescadores – y por tanto, habitantes verdaderos- conocen la ampliación del nuevo amarre y recelan de la confianza en sus vecinos. Damián ideó cuatro variantes sobre este tema de conversación para poder hacerse hueco en las tabernas. Pensaba que de este modo ganaría alguna simpatía y podría castigar con el uso la sabiduría de los hombres de Rafina. Desgastó las primeras cinco frases con el primer conductor de coche que aceptó cargar con su maleta sin aumentar el coste del trayecto. Notó que los más de tres millones de griegos que viven en el Ática son dueños de la historia de Occidente y que por ello se tienen por tranquilos con razones evidentes; entre ellas que no es necesario ir más rápido que el paso de tu propia vida. Cada uno de los griegos de esta prefectura conoce esa verdad y actúa siempre en consecuencia. Por eso el tiempo de justicia que esperaba Damián se demoró al menos setenta y dos horas desde su llegada; por eso y porque el peso específico de aquel lugar le apretaba el pulso y la memoria. Cito algunas de las ciudades que componen la región para que el lector pueda atestiguar que son sagradas abuelas de las nuestras: Como he dicho el Pireo, puerto de Atenas que armó la flota que partió a la guerra nautica; también Eleusis donde nació el mayor poeta Esquilo; Megara que luchó contra la fuerza de Esparta por Corinto; la montaña y minas de Laurión que acuñaban la moneda del mundo conocido; Maratón donde se libró la batalla que detuvo la invasión de Europa; Salamina donde en apenas siete horas se parió nuestro futuro. En este entorno se encontró Damián buscando su objetivo.

La primera idea que le pasó por la cabeza una vez estuvo recostado en el motel, fue celebrar un nuevo juicio en la plaza Syntagma, en cuyo frente se encuentra el Parlamento. Continuamente buscaba más respuestas indagando acerca de los hechos; albergando la duda en cualquiera de los actos que indujo al reo a negarse a ser asesinado

La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David, 1787

La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David, 1787

Pasadas cuarenta y ocho horas ya se hallaba en la capital de la palabra. Tras unas horas de mucho meditar, había llegado a la conclusión de que aquel líquido mortal no podía ser digerido y que era mayor el veneno de la historia que el que podía derramarse antes del lecho. Pensaba – o al menos eso pudo confesarme- que un juicio justo consistía en tomar prestada la piel del imputado y pensar qué hubiera hecho uno mismo en semejantes circunstancias. Y la respuesta para Damián y para todos los mortales no era otra que escapar. Pero no para aquel hombre, que según constaba en el auto y el informe de la policía, había tomado las llaves de su celda y las había arrojado contra sus captores negándose a huir de su destino y considerando su suerte como propia. Tras varias conversaciones con el reo, Damián se percató de que el hombre conocía que la acusación era falsa y que el juicio estaba lleno de irregularidades; aún peor, Damián supo que el reo asumía todo esto con fruición sin siquiera creer en la protesta que él venía a presentar desde Madrid tras un largo viaje. Incluso aquel hombre se ofreció a pagar las costas del proceso pidiendo a nuestro joven abogado que cediera en su interés. Esto inquietaba a Damián poco más que un insulto; le obligaba a remedar sus creencias y no pasaba minuto en el que no revisara por completo su alegato. Anduvo en cafés y en sitios frecuentados por los jóvenes, preguntó sobre la perversión del acusado, sobre los cargos y sobre la base de estos cargos. Intentó comprender al reo pero acabo cuestionándose a sí mismo. Entonces se detuvo, se sentó y toda aquella teoría se tradujo en su conducta. Y en la hora septuagésimo tercera, en mitad de aquel parque repleto de sentido; sonrió.

…Y esta es la mayor sabiduría: alcanzar el final sin siquiera haber notado tu comienzo.

Una sola vida

Cuando toda la apatía estaba contenida en ese cuarto, Damián escrutaba el campo de tejados. Se siguió sintiendo solo a pesar de los paseos por la calle, entre una lengua uniforme de gente que ignoraba su dolor. Recorría mentalmente la ciudad hasta el gran río y esperaba a veces desde el cerro, la respuesta en las luces de las casas. Se siguió sintiendo vacío hasta el día de su muerte. Todas las mañanas recordaba a Andrés, el tiempo en el que despertaban juntos y los desayunos perfectos de los últimos cuarenta años. Se sentaba en una silla y durante horas contemplaba la pared, memorizaba la frecuencia de sonidos del refrigerador, el latido discontinuo de los fusibles por encima de la puerta. No le echaba de menos; la realidad es que después de muerto aún le amaba. A pesar de las heridas causadas por los otros; quizás por todo ello. Tejía un recuerdo de momentos y de gestos casi siempre absorto imaginando su calor. Planeaba posibles escapadas donde pudieran encontrarse, puntos sobre el mapa de la Tierra donde proyectar sus estados diferentes. Mesaba el corto pelo de Andrés, lo tocaba con la punta de los dedos hasta entender el sentido de la vida, se dirigía luego a sus labios y encontraba la paz del mundo que naciones enteras no encontraron. No disfrutaba de los días si al acabar la tarde no abría el cajón en busca de su fotografía.

Su soledad se alimentó de un nuevo dolor incontenible. Peor que la incomprensión de su amor en vida por parte de la mayoría; fue la incomprensión de su amor tras la muerte por parte de la minoría que restaba. Tras un año, dejó de hablar a la poca gente que no paraba de animarle, de llamarle para hablar sobre el mundo y sus seis mil millones de personas. Se encerró en su casa; iba a la compra cada martes y siempre pasaba por el primer hostal donde durmieron juntos. Nadie entendió que este comportamiento se prolongara durante diez años hasta la mañana de julio en que su cuerpo cayó rendido contra el piso. Decían que no se había recuperado del espanto, que no se había adaptado a una nueva vida ni había aceptado la muerte de Andrés hacía años. Cuando me contaron la historia, no les supe entender y sentí asco. Intenté explicarles el verdadero dolor de su conciencia, el compromiso que mantiene la vigilia de los hombres a pesar del tiempo y de la historia. Tuve que aguantar las risas de la gente que dice que nunca piso el suelo, de hombres que han perdido la esperanza; me tuve que morder los labios para no hacerles llorar por su desgracia. ¿Nueva vida? – les dije con desprecio mientras me levantaba- Por lo que yo se Damián solo tuvo una vida y una sola persona que alcanzó a comprenderla. Si no sois capaces de digerir ese dolor, no creo estar capacitado para hablaros.

Han pasado cinco años y no salgo de casa, frecuentemente contemplo las paredes, fijo mi vista en un punto perdido, concreto y no olvidado. Estoy solo y hago de esta soledad la única muralla de conciencia con la que poder protegerme de los bárbaros. Soy el único guardián en vida que custodia la conciencia de aquel dolor y su sentido, el valor de dos vidas cuyo centro en otro tiempo fue el amor. Entiendo que olvidar siempre ha sido algo moderno; que a mi muerte a nadie le molestará que ninguno de los tres haya vivido. Asumo que esta historia morirá aislada, tal vez en un rincón de una vida cotidiana. A pesar de los continuos asedios y embestidas, aún entonces, y quizá más recia todavía, esta muralla de soledad que es el último reducto del amor, seguirá infranqueable.

Porque cada amor incomprendido por la otra o el resto de personas, es siempre el último reducto del amor…

Así en el mar como en la tierra

Así en el mar como en la tierra

La última noche que pasé en el puerto sentí un hondo estallido en mis pulmones. Siempre tuve problemas con el viento y mi cuerpo nunca fue una excepción. Supuse que el gran Mar me llamaba y resté importancia al hecho de que todos los navios que partieron, viajaran en otra dirección. Le rogué que no batiera mi barco más que contra el alba y quité muertos y amarre. Para cuando había recogido las defensas, el farero hizo luz desde lo alto y vi claro el camino al nuevo mundo. La primera de mis velas no entendió mi idioma hasta pasado un tiempo corto, quizá algunos minutos. La segunda desplegó su fuerza marcando el rumbo sin temor. Pronto perdí la costa y mis ojos deshicieron las murallas de aluminio adentrándome en el mar. Dicen que de los tres grandes mares de esta tierra, el Mediterráneo es el más calmo y cálido de todos. Recuerdo que aquella mañana parecía recordar su parto fijando en la marea la extensión de sus dominios, multiplicando espejos hacia el cielo, tomando y expulsando aire como solo yo había visto hacerlo a compañeros en su último álito de vida. Plegué la bandera de mi patria a la espera de encontrar continentes en mi alma, yo solo, derivado, incapaz de controlar mi suerte más que en un porcentaje tan mínimo como la envergadura, dureza y longitud de mi génova y mi mayor.

Fotografía desde el mar

Perfil horizontal de este mundo

Muchos han abrazado la fe en Dios una vez han visto el mar y han arribado pero yo no tuve más liturgia ni creencia que la navegación y la búsqueda de tierra. Aún seguro de esto y sabiendo que mi universo conocido se perdía a millas de mi popa, por primera vez tuve la sensación de saber a donde iba, de no temer a nada ni a nadie y de no esperar nada de nadie sino solo en ocasiones lo peor. Sobre este punto fragüé mis ilusiones y pude desvelar quién era aunque pasados siete días no supiera dónde me encontraba. De todos es sabido que la última de mis travesías fue el primero de mis dos grandes naufragios. Me llamo Damián Diente y la suma de mi apellido halló lecho en el mar mucho antes que mi nombre. Arrecifes de tristeza inundaron de coral mi cara y soy la casa esperada por los peces abisales. En las cuencas donde resposé mis ojos, nacen alfombras de algas diminutas y se extienden en mi pecho -ahora instrumento- al capricho de corrientes que mis pulmones no pudieron soñar en otra tierra. Porque no hay ser más dinámico y más vivo que este mar…