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En Calcuta el tranvía es relativamente cómodo. Los monzones aún no han llegado aunque dicen que pasaron la costa de Kerala hace ya dos semanas. Hace niebla de noche y algo de frío a la tarde. Se puede sobrellevar con ropa larga aunque la humedad se me hace realmente insoportable y sudo casi veinticuatro horas. El número de musulmanes por las calles va en aumento a medida que desciendo el río; lo noto en sus costumbres y saludos y en el modo en que entienden los paseos. Los guettos son frecuentes y el barrio rojo deja tras de mí una ejército de prostitutas que asedian a las hordas de turistas, a mí me esquivan y logro entender que voy algo desarrapado a estas alturas. El metro de la ciudad de Kali tiene dos líneas infinitas que se proyectan custodiando el río. A través de una de ellas acudo a la primera razón por la que he arribado a esta parte del antiguo imperio. La casa es de un rojo globular almenada de balcones y con un patio repleto de columnas. El jardín es amplio y me siento a contemplarlo. Aquí nació el maestro y aquí escribió los primeros versos. Me encuentro con una pareja de españoles y me comentan que acaban de venir del norte y que la Escuela está aún abierta y ahora se ha convertido en el campus de Visva-Barathi, un gran ciudad universitaria. Como con ellos, no he visto el templo jainita y me hablan de él, llevan apenas cuatro días y yo les hablo de mi viaje. Cuando acabo, duermo un rato en la calle, cerca de un mercado. Mañana iré a Santiniketan, reconvertido en el centro educativo de la India. Estoy algo cansado, los últimos cinco días no he dormido bien por la humedad; espero al sueño pero como siempre, llega tarde.

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