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Aquel diez de julio, la dignidad de la mañana era más grande que su amor primero. Se levantó de la cama con el sol; no por su luz sino de su mano; arrodillando el resto de planetas. A esta altura del relato, podéis imaginaros a Damián, podéis tal vez pintarle en su tránsito de calles, dibujar su rostro sin siquiera conocer su altura, su edad o el color que alumbraba su mirada. Lo imagináis despierto, con cuidado, pensando en él; lleno de la vida y muy delgado; hinchando el pecho de humo o sentado en una silla. Así -como aquel día- es como recuerdo yo a Damián, como queriendo amanecer deprisa. Le conocí hace más de veinticinco años. Parezco verle apoyado en esa esquina: erguido, vestido con su falsa piel de lino, sin mirar a ningún sitio, distraído del mundo y de la gente, de Madrid, que siempre fue ciudad impredecible. Así me dijo: “ciudad impredecible”. Yo entonces no hablaba con cuerdos, así que le miré a los zapatos. Los que llevaba eran marrones, seguro que de ante, con la punta achatada y muy discretos, de cordón alto. Cada vez que pronunciaba una frase esperando una respuesta, yo miraba sus zapatos. La escena, aunque parezca cómica, resultó reveladora. Fue él aquella tarde quién me enseñó a escuchar.

Al principio, los días en que Damián hablaba, yo escuchaba; y los días en que yo acechaba su conciencia, él supongo que esperaba turno. Media ciudad nos miraba esperando una respuesta. En el metro una anciana me golpeó una vez el brazo como indicando que debía responder. Le expliqué la costumbre de alternancia en las intervenciones pero la mujer, mirando hacia otro lado, se limitó a esgrimir: “La madre que os parió”. En otra ocasión andábamos en busca de un estímulo con que matar el tiempo, creo que era un libro pero puede también que fuera un disco -entonces se adquirían en las tiendas-. El caso es que una pareja nos cogió el paso durante largo rato y andaban esperando que él hablara pero aquel día le tocaba escuchar. Tras unos quince minutos de paseo, el novio estaba algo perplejo pero ella, al ver que Damián no emitía palabra y aprovechando la parada en un semáforo, me tocó el hombro y me dijo: “No te preocupes, nene, si a mí me pasa lo mismo con el mío”. El novio pareció indignarse.

La cosa duró algunos meses, pues el procedimiento, aunque embarazoso, parecía dar sus frutos. Os puedo asegurar que conocí mejor a Damián durante ese tiempo que a mucha gente con la que llevo una vida entera. Pero un día – no se por qué- le cogí del brazo y le dije que no podíamos seguir así, que había que mantener algún tipo de relación mucho más directa, creo que empleé la palabra “dinámico”. Yo entonces leía libros como quién va de caza esperando ver conejos. No me interesaba tanto el contenido como intentar llegar a algo, a un descubrimiento, una frase que quizás tuviera segundas intenciones y que solo yo creía interpretar. Aquella mañana debí leer a Russell y se me ocurrió que podía comportarme como el resto de mortales o que al menos debía intentarlo. Recuerdo que aguanté la mirada y dije algo así como: “Mira Damián, yo no soy homosexual, pero esto no parece normal; no es que quiera follarte, pero es que creo que debemos mantener una relación mucho más fluida, algo más dinámico.” Damián pareció extrañarse, se dirigió a un lado de la calle y cogió una servilleta casi transparente, de esas con reborde que sirven en los bares. Se sacó el bolígrafo del traje y escribió: “Damián (el contratante) se compromete a mantener una relación algo más dinámica con David (el contratado) bajo contrato indefinido sujeto a turnos de 24×7”. Me miró y me dijo: “¿Te sirve así?”; le contesté que sí entusiasmado y seguimos caminando. Eso fue todo. Por aquella época a mí me encantaban los papeles escritos, y si tenían algún tono oficial de compromiso, como de algo formal, mucho más aún. Yo era así, muy serio y muy comprometido; luego fui “prometido”; luego “metido” y luego me quedé en “ido”, según dice la gente. Supongo que todo fue menguando, parecía como si al principio de mi vida intentase buscar palabras más largas para luego poder ir aguantando con todas las pequeñas. De alguna manera, así he llegado hasta hoy. Después de todo, el de aquella servilleta, si os soy sincero, es el único contrato que he cumplido.

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