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Despuntó Elgar en el cuarto, no en el piso cuarto sino en el apartado cuatro que el desaparecido tenía en el albergue Le Premiére. A la media hora de la muerte se calcula que la brisa del río, algo perturbada, entró en la habitación. Tenía un olor familiar, como de incienso seco. Aunque yo no lo creí así, las pesquisas apuntaron luego a una quema de colchones viejos de tres niños judíos en el Marais. A pesar de que no era algo insoportable, era cierto lo que la señora Marchand, gerente del albergue, declaró a los gendarmes: ese olor disimula bien la muerte. La anciana se refería a que aletarga los sentidos y es fácil no distinguir el olor de un cadáver del de un colchón abandonado al fuego.

En mi opinión resulta desconcertante que la escena del crimen no fuera inventariada. Y pese a que todo habitante a uno y otro lado del río conoce el éxito continuado del comisario Simonet en cada uno de sus casos, es razonable pensar que no quería que el muerto levantase el pánico en el Departamento y que por ello actúo con cautela y algo de premura; pero menos razonable parece esta falta en el método de investigación acostumbrado, si conocemos -como luego pude comprobar en el Registro de Entrada de Monmartre- que el cadaver pertenecía al escritor André Breton. No me refiero a que el muerto fuera André Breton, que ya lo estaba hacía veinte años, sino a que uno de sus personajes más queridos había fallecido hacía cinco días en el cuarto donde cinco agentes peinaban cada palmo susceptible de ser alguna prueba.

Los diarios vespertinos se hicieron eco del hallazgo del cuerpo y la señora Marchand pronto fue objeto de las visitas de vecinos y curiosos; parecía como si la anciana madre de tres hijos, muertos todos en la gran guerra, tuviera su momento de gloria gracias a la desgracia ajena. El comisario Simonet abandonó la finca momentos antes de las ocho de la tarde bajo la atenta mirada del vecindario. A las ocho y veinte – e incomprensiblemente dada la distancia entre ambos puntos- fue visto en el Marais interrogando a los tres chicos. Tras media hora de declaración, compró comida kosher y almorzó en el parque Le Gaulois, cerca de la Calle Libertad. Luego acudió a la comisaria y redactó el parte de defunción que fue sellado por el juez. Al acabar la noche, regresó a su casa. No se ha vuelto a saber nada de este hombre hasta hace quince días aproxidamente; cuando tras cuatro meses ha sido hallado muerto a orillas del Sena con una inscripción en el reverso de su brazo. Los fotógrafos han logrado captar la imagen y la frase ha sido difundida en pasquines y carteles improvisados durante las últimas semanas. Aunque se han hecho cientos de copias, no he logrado hacerme con un pasquín hasta el día de hoy. Su difusión fue prohibida bajo secreto policial. La frase dice así:

“Mi curiosidad por conocer el final de su historia es mayor que el resto de mi vida”

Se ha sabido que a Simonet le quedaban cinco meses para la jubilación, que era ateo católico pero simpatizante sintoista a raíz de un caso intrigante que le llevó a las calles del barrio Chino. Han contado sus propios vecinos que no dormía de noche y que era frecuente verle vestido con la misma ropa varios días de la semana. Se ha concluido de todo esto que estaba trastornado y que los últimos años de su vida vivió atormentado; y no han faltado reputados psiquiatras que con estos datos han dicho que sufre un síndrome de nueva cuña que afecta a los que guardan el sistema. No creo nada de todo esto, como no creo en el humo de los colchones judíos ni en los días de la muerte de Nadja y Simonet. No creo, y estoy muy seguro de ello, porque hoy mismo -esta mañana- he leído una novela de Breton en la que el comisario Simonet hallaba el cuerpo de la joven Nadja; y de todo ello deduzco que cuando usted acabe de leer esta oración, caeré como un cuerpo sin vida sobre el suelo de mi piso.

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