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Cuando, absorto, divises el final, con cada hueso roto y cada brazo abotargado; cuando después de haber perdido la esperanza, veas tierra y el resto de tu tripulación lo sepa; mira dentro de tí y observa el miedo. Lo verás inmaculado comandar los ejércitos de histeria a través de los lugares secretos de tu alma. Habrá dormido con la faz vuelta sobre sí, enmascarada, habrá esperado años enteros para presentarse pero una vez embarque y se apodere de tu cuerpo, el viaje será totalmente transparente, sincero, lleno de la sencillez insultante de cualquier teleconcurso a media tarde. Si como digo alguna vez dentro de poco divisas el final, que el miedo que ahoga al anciano en soledad hundido temblando en medio de su cama y el que hace llorar desconsolado al recién venido al mundo, sean una sola fuerza que te impulse y no te pese, sean -y así lo deseo- tu ventaja y no tu suerte. Bien mirado, el miedo debería ser dominio público, tener señal propia en cada casa pero también patente de corso en los despachos, oficinas, congresos y avenidas; no ocultarse refugiado en las alcobas. Tener miedo es vivir y no tenerlo es no sentir la vida como propia. No se trata de matar el miedo, sino de convivir con él, de comprenderlo, de educarse en su suerte y tiempos, en cada disciplina y manifestación en que se atreva a presentarse, de alimentarse de él y digerirlo sin que apenas te atenace.

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