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I love not man the less, but Nature more.

maestro Lord Byron

 

Este será un breve artículo en el que niego la mayor. Considero que el conjunto de palabras pensamiento empresarial es un oxímoron. A saber, afirmo que estamos obligados por imperativo de supervivencia a reformular las bases, medios, motivaciones y fines defendidas por toda la historia del pensamiento empresarial. En este artículo defenderé que la manera en la que hemos vivido y trabajado hasta hoy no tiene ya futuro porque todo la arquitectura intelectual que mantiene el funcionamiento de las empresas nos ha procurado un enorme dolor y un indecible sacrificio a cambio de beneficios coyunturales, todo lo cual resulta ya insostenible para la humanidad en su conjunto (a nivel demográfico, social y mental) y para el planeta que habita (a nivel biológico, ecológico y ambiental).

En concreto trataré de argumentar la afirmación que encabeza este texto como título. A medida que continúo con mi larga investigación sobre las causas del malestar de nuestra especie, encuentro claros y evidentes hallazgos cuyos hechos se sustentan en el tiempo. Estas averiguaciones están dando forma a una serie de libros. Hoy quiero compartir de forma sintética uno de los hallazgos contenidos en uno de ellos. Me refiero a la tesis que resumo en esta oración:

El pensamiento empresarial y los sistemas de gestión representan el 4º descubrimiento más determinante de la historia humana tras la agricultura, la escritura y la ciencia, y a la vez son el elemento ecosistémico más suicida de toda la historia natural del planeta Tierra.

Ningún otro factor de presión histórico ha logrado tan sistemáticos, globales y efectivos resultados atentando contra la salud humana y la continuidad de la vida en el planeta. La manera en la que los seres humanos hemos entendido hasta hoy el pensamiento empresarial, ha logrado por sí misma procurarnos cortos periodos y restringidos entornos de estabilidad, pero al más elevado coste natural de la historia de la vida en la Tierra y en detrimento de la enorme mayoría de personas. Más en concreto hablo de que todo esto se ha producido durante toda la historia del pensamiento empresarial desde su gestación en la Edad Moderna hasta su consolidación en la Edad Contemporánea, pero que se ha acentuado insosteniblemente con la completa perversión del pensamiento empresarial en la posmodernidad del siglo XXI (un siglo que considero históricamente inaugurado a finales de los años 80).

Nadie puede decir que el pensamiento empresarial no haya sido efectivo. Lo que precisamente aquí defiendo es que ha sido profundamente amoral, dañino e inconsciente de la manera más efectiva en la que ningún otro elemento o herramienta empleado por un ser vivo ha podido serlo.

Para defender esta tesis que acabo de resumir, permíteme, lector o lectora, emplear el resto del artículo.

Comenzamos.
 

En mitad de una realidad social llena de incertidumbre, confusión y ruido, toda el enorme ecosistema del pensamiento empresarial con sus escuelas de negocio, congresos, libros, expertos y conferencias no ha logrado resolver o disminuir un ápice la ansiedad, la frustración y el malestar colectivos que el funcionamiento de las organizaciones lleva décadas generando en las personas. Antes bien, toda esa amalgama de profetas y profecías, toda esa religión y esos apóstoles han contribuido -hemos contribuido- década tras década hasta hoy al desastre social y climático que se avecina. Ocupamos horas y páginas enteras hablando de marketing de guerrilla, de empresa aspiracional, de marca personal, de innovación continua, de futuro del trabajo o de liderazgo (con todos sus apellidos), y al hacer todo esto la consecución del desastre se acelera.

La manera en la que todavía entendemos los mercados, el trabajo y las empresas nos envilece, nos sitúa en una exposición continua a caprichos y voluntades inconscientes y externas. Al adorar al dios “mercado” y a sus apóstoles de “tendencias”, entregamos el presente y el futuro de la humanidad a un reducido grupo de personas que deciden por nosotros. Personas que no se caracterizan por su sensatez o su ética sino por su inteligencia práctica, su habilidad persuasiva, su ambición desmedida y su socialmente premiada avaricia.

Existen hoy dos verdades innegables. La primera de ellas es que en cada época de la historia de la humanidad triundan sistemáticamente los listos, esto es, los que saben crear y aprovechar su momento defendiendo lo que a ellos les interesa; y son continuamente castigados o ignorados los sabios, esto es, los que saben comprender y defender lo que a todos nos interesa. La segunda verdad es que con el tiempo los listos siempre se olvidan y desaparecen, y con suerte los sabios prevalecen y son siempre recordados para cuando su pensamiento ya no es útil para ellos. Por descontado los listos lideran las empresas, y los sabios se ven cada vez más obligados a salir de ellas.

El problema es que si bien hasta hoy la humanidad se ha podido permitir no escuchar a los sabios en su época y esperar a que posteriores generaciones los escucharan, hoy no disponemos ya de tanto tiempo. Todas las evidencias sociales, económicas y científicas que estoy encontrando en mi investigación apuntan en una dirección: El tiempo de descuento ha comenzado a nivel humano y ecológico. Y mientras los listos hoy se multiplican a través de un sinfín de canales y de medios aumentando el ruido y la mierda, los sabios palidecen y son vistos como desfasados o agoreros.

Nuestro bienestar agoniza en gran medida porque las dinámicas empresariales de las que todos participamos nos invitan a competir y sentirnos cada cierto tiempo insatisfechos. Hemos construido modelos de relaciones que cada vez se fundan menos en la convivencia y más en una comprensión totalitaria de las sociedades de consumo. Mantenemos a la humanidad en una suerte de insatisfacción continua, con fácil acceso a infinitas e inmediatas opciones de consumo que nos aportan fugaces satisfacciones. Hacemos esto en lugar de promover lo contrario: sociedades de personas satisfechas que aprendan a experimentar puntuales insatisfacciones. Hemos hecho que lo primero sea rentable y lo segundo imposible.

La incandescente exigencia de los mercados globales genera en nuestra realidad diaria tensiones continuas y sistémicas que impiden la consecución de una vida plena. El bienestar social y la salud individual se resienten en contextos laborales que nos ahogan y desmotivan. Incluso los intentos o las promesas de incorporar color (en edificios, oficinas, marcas o post-its) a una realidad empresarial absolutamente gris (aburrida, recurrente y miserable) acaba generándonos escepticismo y recelo. En un contexto donde todo se mercantiliza es complicado comprometerse o fiarse de algo o de alguien.

En lo tocante a la misma vida biológica, ya no hay ninguna duda: el deseo de extender las ideas del crecimiento ilimitado, la rapidez y la efectividad a todos los ámbitos humanos, ha generado problemas ecológicos severos que están destruyendo las condiciones ambientales del planeta tal y como lo hemos conocido desde la primera vez que comenzamos a construir sociedades complejas hace 10.000 años. El pensamiento empresarial, profundamente efectivo y contrario a la sensatez y la ética, es el actor fundamental de este homicidio. Me refiero más en concreto a que las actuales bases del pensamiento empresarial tienden a descontextualizar los medios en la búsqueda continua de fines abyectos y procaces. En otras palabras, el pensamiento empresarial que conocemos es absolutamente suicida y sus apóstoles representan nuestra peor pandemia. ¿De qué sirven todos esos grandes modelos de gestión “exitosos” si destruyen la propia salud mental, la convivencia, la vida?

En lo tocante a la ética, hace mucho tiempo que los entornos empresariales no inspiran ninguna confianza ni son sinónimo de honestidad para la gente. Ni las engañinas campañas de publicidad ni los desesperados intentos de lavado de imagen (eco, co, fem,…) de las grandes corporaciones les ayudan a mejorar su reputación. Las empresas siguen siendo tan solo un mal necesario que entendemos como obligatorio. En otras palabras, a menudo vamos a trabajar en tareas que aborrecemos contribuyendo a propósitos injustos.

En buena medida somos víctimas de este bucle infinito porque nosotros mismos lo alimentamos. Adquirimos compromisos y entendemos los ritos de paso de la vida en sociedad de una manera esclavista. En nuestro tiempo madurar significa perder creatividad, libertad y coherencia. Nuestras elecciones nos limitan, nos obligan a trabajar para personas y empresas que no queremos, y con el tiempo aprendemos a justificar y autoconvencernos de que esas mismas limitaciones y esas acciones de nuestra propia vida son correctas. Es así como nos adherimos a ideologías económicas de todo signo y participamos de la insensatez global sacando pecho mientras el mundo natural y el humano están al borde una gran caída.

Por decirlo claramente cada uno de nosotros contribuye a la inercia social suicida en clave histórica y continuista: nuestras limitaciones pasan de una generación a otra fortalecidas e incluso crecen y se engordan para aumentar el problema. Nuestros hijos heredan las consecuencias de nuestras malas decisiones y se ven abocados a seguir idénticos y viejos caminos equivocados pero con renovados aspectos y apariencias siempre jóvenes. Y en esto son iguales ricos y pobres porque la sociedad que heredan tanto unos como otros es para todos la misma. El sentimiento de vacío e insatisfacción acaba afectando a todos en su correspondiente contexto y su proporcional medida.

Motivados por una comprensión del mundo extractiva, por una persecución voraz de la rentabilidad económica inmediata y por el ideal del eterno crecimiento, la cantidad sustituye a la calidad, y lo rápido a lo lento. Hasta tal punto la empresa nos envilece que ningún profesional serio con cierta experiencia laboral se atrevería a negar hoy que en la mayoría de entornos de trabajo ser buena persona es contraproducente. Equivale a ser idiota, ingenuo, inocente en un mundo donde solo nos lideran los que aprenden a dormir sabiéndose culpables. El maquiavélico triunfa sobre el platónico en toda carrera corporativa. La solidaridad y la compasión son vistas como una debilidad en un entorno competitivo continuo. En una suerte de espiral diabólica, el mezquino, el egoísta y el miserable ascienden en estructuras laborales cuyos modelos de negocio se nutren y explotan nuestras peores instintos.

En lo tocante a la esperanza por mejorar la realidad presente, la ingesta continua de metodologías, conceptos, teorías y herramientas superficiales de las que nos suministran el management tradicional y las continuas profecías de innovación, solo aumentan el desengaño y el hastío de la gente. Los trabajadores acuden a cursos en los que no obtienen respuestas, y trabajan en lugares que penalizar el planteamiento de preguntas interesantes. Las personas acumulan certificados y títulos, avanzan en sus carreras profesionales mientras detienen o congelan sus vidas. Continúan con una existencia vacía que les aleja del disfrute y el goce de la belleza de la vida. En este sentido los entornos laborales tal y como los comprendemos nos alejan de la vida presente y nos acercan a la muerte. Toda la parafernalia empresarial existente engorda la religión del trabajo y mata de hambre la verdadera razón de nuestra existencia: la vida. Una enorme burbuja de felicidad aparente y profesionales realizados esconde historias individuales de personas con almas completamente rotas. Paradójicamente los que tratan de inspirarlos o ayudarlos están aún peor. Lo digo porque les conozco.

Una nueva manera de comprender las relaciones humanas y los entornos productivos y reproductivos pide paso. Se hace necesaria una profunda reflexión sobre las bases fundamentales de nuestro entendimiento de la vida y el trabajo. Las sociedades de consumo deben dar paso a las sociedades de cuidado basadas en un entendimiento integral de la vida que incluya la economía pero que no nos esclavice a ella. El viejo maestro Aristóteles diría que lo que tenemos hoy no es economía (administración sensata del hogar), sino crematística (adquisición y acumulación deshumanizante de riquezas).

Nuestras relaciones, costumbres, horarios y expectativas deben cambiar, necesitan cambiar si queremos un presente y un futuro relativamente dignos de ser vividos por nuestros hijos. Ese ha sido y sigue siendo hoy mi compromiso. A esto dedico mis días. Y no soy el único, aunque reconozco que en absoluto somos muchos. Por eso, lector o lectora, te pregunto… ¿Te animas a acabar con el pensamiento empresarial suicida?
 

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