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“…Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado”

maestro Francisco de Quevedo,

 

Morir con las botas puestas, viviendo para que mis cenizas hallen su sentido. Eso es lo que hago a diario. Y este texto no es una excepción. Este será un extenso artículo que quiere invitarte a reflexionar sobre un principio que hasta hoy parecía incuestionable: el cliente siempre tiene razón. Fue una máxima para los explotadores industriales de Manchester en el siglo XIX, para las fábricas en serie inventadas por Henry Ford que adelantaron el siglo XX, pero también lo es para los modernos design thinkers de IDEO, los acólitos de la innovación abierta, los fieles de la experiencia de usuario, o los profetas del negocio centrado en el cliente.

Esta es una historia de una perversión que se fue incubando durante décadas hasta lograr finalmente el control de nuestras vidas. En este artículo expondré por qué considero que situar al cliente en el centro como único validador de una actividad profesional es un horrible enfoque. Asociaré con este peaje histórico la existencia de los actuales comportamientos inerciales de consumo, la multiplicación de trabajos pecarios, el empeoramiento de la calidad y perspectiva de vida generacionales, la destrucción ambiental, el debilitamiento de los tejidos asociativos y la lenta demolición de los ritos de paso colectivos que sostienen toda sociedad.

He dividido el artículo en 4 apartados:

  • Las 2 formas de demoler una sociedad de forma acelerada
  • La prestación de servicios como arte o el trabajo desde la calidad y la autoexigencia
  • Carta a todos mis presentes y futuros clientes
  • Carta al ejércitos de aceledores de inercia

Comenzamos.
 

LAS 2 FORMAS DE DEMOLER UNA SOCIEDAD DE FORMA ACELERADA

Hay 2 formas de romper una sociedad de acuerdo a las dinámicas del mercado. La primera de ellas es dar siempre la razón al cliente y olvidar todo lo demas. La segunda de ellas es no hacerle caso nunca y aún así lograr que te necesite. Un buen ejemplo de la primera manera de romper una sociedad son Amazon, Uber o Deliveroo. Un buen ejemplo de la segunda forma de romper una sociedad lo representan Ryanair, cualquier corporación eléctrica, cualquier gran entidad financiera o bancaria que impone su voluntad, o alguna de las pocas compañías de telecomunicaciones que existen y de las que nos hemos hecho dependientes.

Sobre la primera, se nos ha dicho que “el cliente siempre tiene razón. Hemos repetido esta frase como un mantra o una letanía. Esas 5 palabras unidas han sobrevolado escuelas de negocio, se han escuchado como un eco imparable en congresos y forman parte de los libros de texto de los estudiantes de empresa o economía. Parece un razonamiento inapelable: si el cliente es el que compra, debemos plegarnos a lo que nos exige. De modo que durante décadas hemos articulado la actividad profesional alrededor de la satisfacción del cliente, haciendo depender a ésta del cumplimiento de sus exigencias. El cliente ha pasado de ser un usuario de productos y servicios a un tirano que impone su criterio. Y en consecuencia el trabajo orientado a la mejora del producto y servicio ha dejado de tener en el centro la propia calidad a medio y largo plazo de lo que se ofrece y desde hace décadas se ha basado en contentar a inmediato plazo al cliente. Esto es como decir que hemos pasado del trabajo o el oficio a la servidumbre o la esclavitud, y de la calidad real a la apariencia. Todo ello con la consiguiente pérdida de humanidad y rigor en el resultado de todo lo que hacemos.

Contra esta tendencia quasi universal, he aquí mi experiencia… He escuchado pocas cosas más estúpidas que la frase “el cliente siempre tiene razón“. De hecho, en mi experiencia profesional, casi nunca la tiene. Dado que el cliente se ha acostumbrado a ostentar un poder sin conocimiento ni criterio, su voluntad es pasto de la inercia inconsciente. No se mueve de acuerdo a lo que le conviene sino de acuerdo a lo que todo el mundo hace. No se cuestiona sino que se encumbra. Tiene, a todos los efectos, lo que el maestro Jean-Pierre Faye llamaría un lenguaje y un comportamiento totalitarios. Se ha fraguado de este modo una manera de ser cliente que no invita a la reflexión sosegada sino al consumo desmedido desde la propia tiranía. Todas estas cosas, claro está, ocurren si se permiten. No es mi caso y explicaré por qué.

Está aún por llegar el día que hable con un cliente y sepa realmente lo que quiere, menos aún lo que verdaderamente necesita. Y es normal, porque enuncia su necesidad desde el más absoluto desconocimiento. Por lo general el cliente sabe tan solo que tiene que hacer algo. Hay 3 razones por las que un cliente cree que necesita algo: O bien sufre un dolor o nota una carencia de la que es consciente, o bien tiene sospechas de que algo no funciona pero desconoce lo que es, o bien por último -tal y como señaló el maestro Thorstein Veblen- se mueve de acuerdo a impulsos de ostentación, comparación o adaptación a un contexto de cambio en el que se siente atrasado.

Por descontado las 2 últimas razones son las más frecuentes. Es decir, el cliente se mueve sobre todo por comparación respecto a otras referencias. Entender esto es crucial para comprender por qué un cliente casi nunca tiene razón y dársela continuamente es malcriarle. Si se mueve por comparación con otros, no se mueve por lo general motivado por una necesidad intrínseca sino extrínseca. Esto es, no solicita o exige algo porque lo necesite sino porque ve que otros lo tienen. Si además el mercado se aprovecha de esta tendencia y genera al cliente más necesidades de las que tiene, he aquí el comienzo del auténtico calvario en el que nos encontramos: No sabemos lo que necesitamos pero confiamos continuamente en resolverlo exigiendo a otros más objetos, servicios o soluciones. Cuanto más aceleramos esta escalada aparentemente infinita, más nos aproximamos al abismo.

Sobre la 2ª forma de romper una sociedad: no hacer ni puñetero caso al cliente (pasar absolutamente de sus necesidades) y pese a ello lograr que te necesite, tenemos sobrados ejemplos en sectores ampliamente monopolizados (telecomunicaciones, aerolíneas, transporte de mercancías, energía,…). Me refiero a empresas que maltratan, ignoran y vejan continuamente a sus clientes y continúan obteniendo inapelables resultados financieros. Al tiempo que dicen situar al cliente en el centro en ominosos y vergonzantes anuncios televisivos, lo manipulan e insultan continuamente con limitaciones draconianas en sus servicios de atención al cliente y con exigencias de consumo abusivas que atentan contra sus libertades y derechos esenciales. Casos como el de Ryanair son especialmente nocivos. este no es el modelo que pretendo defender en este artículo. Defiendo que hay un término medio entre dar siempre la razón al cliente y no hacerle ni puto caso.

La gran pregunta es… ¿Ha existido alguna vez una época o un tiempo en el que todo esto no se haya producido?. Y la respuesta es SÍ, SIN DUDA. Todos estos extremos comerciales son inventos de la modernidad tecnológica e industrial. Por fortuna, durante toda nuestra historia hemos vivido las relaciones comerciales de forma bastante diferente. Y no es casualidad que cuando hemos comenzado a comportarnos como acabo de exponer en este apartado, el planeta entero y nuestra salud mental peligren. Veamos de dónde provenimos.

 

LA PRESTACIÓN DE SERVICIOS COMO ARTE o EL TRABAJO DESDE LA CALIDAD Y LA AUTOEXIGENCIA

Aunque hoy en día asociamos el arte a la belleza, al consumo estético o a la expresividad no productiva, esta distorsión se produjo al comienzo de la Edad Moderna, en el Renacimiento. El artista, que antes era un proveedor de servicios y productos, pasó a ser una persona sostenida por las élites que proveía de belleza a los que podían permitírsela. Se separó de este modo el arte del oficio o ciencia. En esta larga travesía que duró casi 3 siglos, se desvistió de espiritualidad, emoción y trascendencia a los productos y servicios, para barnizarlos de una supuesta racionalidad que luego la Ilustración vendría a prescribir como eterna dotando al trabajador de cierta condición de servidumbre y al artista de cierta autonomía y reconocimiento propios. Comenzaba entonces a perfilarse una orientación del servicio hacia la satisfacción de las exigencias del cliente (por descabelladas que sean) en lugar de hacia el perfeccionamiento y la calidad del resultado en sí mismo.

Solo por citar algunas referencias que nos hablan de una concepción del trabajo más enriquecida y diferente a la actual, basta leer esta bien fundada relación de citas en una de las mejores y mejor fundadas entradas de Wikipedia (la relativa al arte): “Aristóteles, por ejemplo, definió el arte como aquella «permanente disposición a producir cosas de un modo racional», y Quintiliano estableció que era aquello «que está basado en un método y un orden» (via et ordine). Platón, en el Protágoras, habló del arte, opinando que es la capacidad de hacer cosas por medio de la inteligencia, a través de un aprendizaje. Para Platón, el arte tiene un sentido general, es la capacidad creadora del ser humano. Casiodoro destacó en el arte su aspecto productivo, conforme a reglas, señalando tres objetivos principales del arte: enseñar (doceat), conmover (moveat) y complacer (delectet).“​ Como vemos el hecho productivo y el hecho artístico eran una sola cosa en la Antigüedad. Pero, ¿Cómo es posible que ocurriera esto y que lo hayamos perdido? He aquí la respuesta:

Utilizando un lenguaje bíblico, al principio no era el cliente, sino el producto o servicio. Desde la emergencia de las primeras civilizaciones (Mesopotamia, Egipto, Persia) hasta la etapa comercial precapitalista del último periodo de la Edad Media, el celo profesional en la calidad del servicio garantizaba por sí solo la satisfacción del cliente. ¿Quién dirimía que algo era de calidad? Desde luego no lo hacía el cliente. El profesional o proveedor de servicios fue altamente valorado desde la invención de las ciudades. Muchos de los profesionales con conocimientos complejos sobre su materia, formaron parte de los puestos de poder de las sociedades en Oriente y Occidente, y a menudo acompañaban y asesoraban a los jerarcas o reyes siendo socialmente muy reconocidos. Un escriba, un arquitecto, un filósofo, un propietario de una ceca que acuñaba moneda, un hacedor de barcos, un matemático o un ingeniero civil,… todos ellos si eran buenos en su oficio/arte ostentaron siempre posiciones destacadas en las sociedades griega, fenicia, cartaginesa o romana. Pero también eran muy valorados alfareros o artistas del metal -así se les llamaba-. Un acueducto, una carretera, una vasija o una espada eran obras de arte, porque arte y oficio caminaban de la mano. La cosa no cambió con los años.

En el surgimiento de las incipientes profesiones medievales, el taller gremial se articulaba en torno al perfeccionamiento de un oficio. Lo importante -insisto- no era el cliente sino la puesta en práctica de arcanos conocimientos y dilatadas experiencias que daban lugar a un producto o servicio de calidad que el cliente finalmente adquiría. Maestros y aprendices convivían en un entorno cercano y directo en el que prescribían reglamentos y disposiciones orientados a la mejora continua del producto. El indicador de éxito de un producto era la propia autoexigencia gremial y la competencia virtuosa con otros talleres. Un alfafero de un burgo conocía bien el trabajo del resto de alfareros de su entorno. El conocimiento, las innovaciones y los avances de unos y otros fluían de acuerdo a un sistema de corporación gremial en el que el especialista siempre tenía la primera y última palabra como conocedor de lo que hacía. Cada taller incorporaba sus propias innovaciones dentro de un marco práctico profesional que procuraba un amor por el proceso y el resultado. Se hace necesario recordar aquí que este sistema -a la vez escuela y negocio- era un modo de vida en sí mismo y con el tiempo fue predecesor de los sindicatos laborales industriales que años más tarde harían frente a los desmanes y abusos de la Revolución Industrial.

La orientación al servicio no se cifraba en torno a la satisfacción del capricho del cliente sino en torno a la calidad del proceso y el resultado. Poco tenía que decir un cliente más allá de sus deseos iniciales o el pago final, dado que su respeto y confianza eran depositados de forma natural en personas que dedicaban toda su vida a perfeccionar su arte. He aquí la palabra fundamental que en algún momento de esta historia olvidamos: arte. El pescador tenía un arte de redes, el sastre un arte o patrón de referencia, pero también el panadero, el cestero o el zapatero. En aquel tiempo el arte no era algo que reposaba en los museos, sobre todo porque no existían. El arte del pan, el arte del zapato o el botín, el arte de la piedra o el arte del mimbre o la cestería eran artes vinculados a un conocimiento específico reservado tan solo para los iniciados y del que el cliente era un mero usuario final que se limitaba a disfrutarlo. Así, el arte ((del latín ars, y del griego τέχνη téchnē) era el dominio de un conjunto de técnicas y procesos que tenían afán estético y comunicativo. El arte contenía emociones, era un recurso de comprension del mundo, un componente cultural con valor en sí mismo mucho antes de que un mercado le pusiera precio. El arte aportaba cohesión y consistencia a los rituales sociales, dotaba de sentido material a un discurso estético y era el gran pegamento relacional de su tiempo.

Con la llegada de la Edad Moderna y la irrupción del sistema socioeconómico capitalista, se castigó la práctica gremial por considerarse contraria a la libertad de mercado. La cultura asociada a los gremios, altamente rica y efectiva, sobrevivió relegada a un entorno y un contexto rurales. Las aldeas y pueblos se convirtieron en refugios de un conocimiento y un saber ancestrales que se transmitían entre generaciones y sobrevivían incorporando con humildad los sucesivos adelantos técnicos. En una realidad inventada, artificial y paralela -las macrociudades de la modernidad- poco a poco quedó disociado completamente el arte del oficio y los productos y servicios modificaron su comprensión del negocio hasta cambiar el modelo de autoexigencia del artesano al modelo de exigencia del cliente.

El proceso de democratización y extensión del consumo para la inclusión de grandes masas de clientes conllevó una trampa histórica cuyas consecuencias hoy pagamos: La calidad o el éxito de un servicio o producto ya no dependía del criterio informado y experimentado de los creadores (proveedores), sino de la variable satisfacción de personas sin conocimiento ni criterio (clientes). Desde esto a la actual tiranía del cliente, pasaron varios siglos y sucesivas dinámicas de mercado que nos malcriaron a todos hasta que la caprichosa voluntad y la tiranía de personas sin conocimiento, se impuso a la calidad, la humanidad, el cuidado y el arte. De alguna manera todos tras este tiempo nos fuimos convirtiendo en proveedores serviles (que se pliegan a lo que les exijan) y clientes insatisfechos (o satisfechos de forma cada vez más temporal y menos duradera).

No conozco una mejor manera de expresar el desdoblamiento de personalidad que vivimos a diario (somos cliente insatisfecho + proveedor explotado) que esta parodia de los Pantomima Full:
 

 

CARTA A TODOS MIS PRESENTES y FUTUROS CLIENTES

De todo lo anterior, extraigo y declaro lo que sigue y es aplicable a todos mis presentes y futuros clientes:

Manifiesto una falta de interés total en perseguirte. No tengo un plan de acción con el que llegar a tí y sorprenderte. No lucharé por ser visible o conocido, por llegar a pocos o a muchos. No competiré contra nadie para captar tu atención. No venderé lo que no soy ni trataré de parecer lo que no tengo. No estudiaré qué formatos tienen más público para centrarme en ellos, porque yo tengo algo que decir y se cómo decirlo, sean más o menos aceptados mis formatos. Me muevo por valores, no por intereses ajenos. Seguiré sin hablar de lo que todo el mundo habla. Defenderé lo que creo que siempre necesitan las personas, y no aquello que inconscientemente demandan.

Permíteme ser sincero contigo: No me resulta apasionante prestar mi servicio al mundo y ejercer mi vocación desde el cumplimiento de tus puntuales o infundadas expectativas. No he llegado a este mundo para complacerte. No he nacido para satisfacer tu paja mental, sino para ayudarte a entender qué necesitas y apoyarte a la hora de obtenerlo. La dinámica habitual de las relaciones comerciales dicta una forma de actuar muy concreta: unas personas (proveedores de productos y servicios) dedican tiempo a crear algo, luego invierten una gran cantidad de tiempo en captar, perseguir y mantener la atención de otras personas (clientes potenciales) para que finalmente estas personas cifren el valor del trabajo realizado pagando un precio (y convirtiéndose en clientes). De acuerdo a este ciclo el valor o la relevancia de cualquier cosa queda fijado por el cliente, es decir por la cantidad de atención que despierta en el resto de personas esa cosa creada por alguien. Y he aquí mi problema: no estoy de acuerdo con nada de esto. Más bien creo algo bien diferente: El mundo está profundamente enfermo y sentirme completamente adaptado a él para satisfacerle no parece una fantástica señal que me indique que estoy haciendo lo correcto.

Antes bien, creo que lo que hago es valioso en sí mismo. Me dedico a curar el dolor de cientos de equipos y organizaciones. Se que lo hago importa y veo a diario los resultados de mi esfuerzo y del esfuerzo de las personas a las que acompaño. Por eso, me niego a darte la brasa, a dedicarle ingentes cantidades de tiempo o técnicas disruptivas de manipulación que llamen tu atención. No he sido ni seré como esa enorme legión de personas que mediante estrategias de venta depuradas se dedican a vender el contenido que no tienen. No milito en la apariencia, sino que formo parte del minoritario ejército de personas que cifran su honestidad en función de estándares de coherencia. Soy real y si quieres saber quién soy y lo que hago es sencillo informarte, conocerme o escuchar lo que otros dicen de mí. Por ello no andaré ni mucho ni demasiado tiempo detrás de tí para convencerte de que vivas o disfrutes de algo de todo cuanto soy y ofrezco. Ni tú ni yo somos tan importantes, querido cliente. Soy lo que soy y si eso no te convence, sigamos nuestro camino. Pero jamás te cederé la autoridad o el derecho a validar mi fracaso o mi éxito. Soy un profesional artesano, mimo y cuido los detalles, lo que significa que no te sirvo como esclavo, ni te daré siempre la razón.

No tengo necesidad alguna de conquistarte. Invierto cada día de mi vida en conquistarme a mí mismo y alcanzar una vida honesta, y con eso -créeme- ya tengo suficiente. Si como resultado de mi esfuerzo, lo que digo o hago crees que puede ayudarte, estaré encantado de servirte, pero no forzaré que me llames o que me necesites. Ni mi autoestima ni mi bienestar dependen de tí. Tampoco necesito tu reconocimiento. Cada día desde el alba hasta la noche tengo ya demasiado con llegar a cumplir los estándares habituales de mi autoexigencia. Esto no significa que tu criterio no me resulte relevante, significa más bien que si quieres que tu opinión me importe, debes ganártelo. Y no vale con que tengas una cuenta anónima en twitter, con que me pagues y seas mi cliente o con que abras la boca para expresar lo que se te ocurra sin pensar lo que dices. Todas estas cosas las puede hacer cualquier y no me infunden ningún respeto. No, no me vale con eso. Si quieres que valore en algo tu criterio, necesito que tus actos y tu vida dignifiquen los del resto. Me importa lo que piensas, pero no me determinas.

 

CARTA AL EJÉRCITO DE ACELERADORES DE INERCIA

Aunque hace poco hablé de los limpiadores de conciencia, existe un ejército de profesionales mucho peor que ese. Se trata de los aceleradores de inercia. Quiero ahora dirigirme a ellos:

Redundando y alimentando la tóxica y destructiva inercia de las relaciones comerciales actuales entre proveedor y cliente, se encuentran todo tipo de believers del Mercado posmoderno, adoradores de la venta, generadores de emociones y experiencias, publicistas reciclados, copywriters de alto impacto, marketeros digitales y demás calaña… Todos ellos nos abocan a una comprensión de las relaciones comerciales nada virtuosa, en la que prima el hecho de captar (robar) la atención de los demás para que te compren a tí y no a otro. Nada se habla del valor ético o la honestidad de lo que se hace, tan solo importe “llegar al cliente”, “satisfacer una necesidad que tenía o que le generas” o “convencer al otro de que lo hago es único”. Todo un ejército de personas y profesiones se dedica a diario a echar más madera a nuestra inercia inconsciente, encumbrando a la supuesta dinámica autorreguladora del mercado al rango de divinidad tutelar. El problema hoy es que estamos viviendo a diario miles de consecuencias evidentes de esta forma de entender el comercio. La crisis climática, las sucesivas crisis económicas (de las que ya no nos recuperamos y vamos acumulando), o la ruptura del modelo social de mercado son el resultado de estos enfoques aspiracionales y mentirosos que nos abocan a la insolidaridad y el aislamiento del individuo.

Y ahora permíteme ser todavía más claro: Cada cierto tiempo me llega un mensaje de alguien comentándome que le encanta lo que hago y que por ello sería fantástico que pudiera ayudarme a mejorar mis técnicas de venta. Dado que soy nefasto vendiendo y que llevo 8 o 9 años sin vender nada más allá de todos los clientes que me llegan por recomendaciones, le dedico tiempo a leer o atender a estas personas. En sus correos siempre se incluye un texto detallando algunos consejos relacionados con captar la atención de la gente, engañarles con algún cebo, transformar mi discurso hacia mensajes persuasivos o abundar en el clickbait. En 5 ocasiones he recibido incluso un video personalizado en el que estas personas me interpelan. La cantidad y variedad de personas que se dirige a mí ofreciendo esto es sorprendente: copywriters, vendedores, expertos en marketing digital,… Las recomendaciones de todos ellos se resumen en estos puntos:

1) Prolonga la estupidez de las personas: La gente quiere cosas sencillas y rápidas, no tiene tiempo para pensar, ni capacidad para prestar atención de forma continuada. Funcionamos por impulsos de atención brevísimos y queremos tener soluciones sin esfuerzo. Aprovéchate de ello. ¿Y si yo creo que este modo de vida aunque de mucho dinero, genera una sociedad de mierda y no quiero contribuir a ella?

2) Trata a las personas como si fueran idiotas: Según estas personas -aunque nunca lo dicen con tanta claridad- las personas hoy en día no tienen criterio ni tiempo, y no quieren invertir el esfuerzo necesario en tenerlos. La labor de un proveedor de servicios es entonces servir a esta inercia. A menudo me interpelan de forma bastante atrevida apelando a una falta de autoestima o seguridad que no tengo. “Nadie va a leer tus artículos, David” o bien “Nadie va a matricularse en tus programas” o bien “Las grandes empresas demandan otro discurso” o bien “Si quieres llegar a grandes masas, simplifica mucho más todo“. Afirmaciones bastante gratuitas a las que nunca respondo por vergüenza ajena y cierto sentido de la compasión. Vender -según ellos- consiste en multiplicar la mierda, descender la calidad de lo que se hace y aumentar en número y profundidad la legión de imbéciles que pueblan el planeta. Es importante señalar que algunas de estas personas que se dirigen a mí realmente garantizan y son capaces de hacer que tu producto o servicio esté visible en todos lados y acabes captando clientes por saturación, pesadez o goteo. Es decir, bastantes de estas personas saben lo que hacen y lo hacen perfectamente aportándote resultados financieros. Puedes multiplicar tus ingresos con facilidad si inviertes en este tipo de cosas porque las formas de manipulación e impacto son hoy infinitas. Pero ¿Y si yo creo que sobran las personas que se ofrecen sin ser ni tener un contenido, y faltan las personas que dedican su vida a serlo o a tenerlo?

3) La gente no quiere calidad, quiere gratis e inmediato: Todos ellos también insisten en que precarice mis servicios. Que descienda la dedicación de mis programas o que ofrezca píldoras rápidas que nos envilezcan. Los contenidos de calidad -me dicen con atrevimiento- no funcionan. Lo que triunfa son los contenidos y ofertas impactantes que apelan a una necesidad que la persona siempre ha tenido o no conoce, es decir, que en realidad genera una necesidad que no necesitan. ¿Y si yo no trabajo para ampliar las mayorías inconscinetes sino para ampliar a esa minortía de personas que quiere una vida de calidad y de sentido?

He aquí mi respuesta a todos ellos: Nunca he tenido ninguna estrategia de venta ni trabajaré para tenerla. Más allá de que todo lo que hacéis redunda en el mito del profesional autónomo e independiente que tiene que cuidar de sí mismo porque nadie más lo hará -un mito falso que nos envilece como especie- cofieso que no soy experto en publicidad o marketing y que tras conocer durante años a los que lo son, no quiero parecerme a ellos. Prefiero el azar, la confianza ajena y el foco a la manipulación, la autopromoción y el bombardeo.

Pero quizás la clave está en que reflexiones sobre algo: En la era de la distracción masiva todas las personas se prestan a competir por la atención de otras, así que el gran dilema ético hoy en día es este: ¿Qué estoy dispuesto a hacer para captar la atención de otros? Si la respuesta es “lo que sea”, no lo dudes, formas parte del problema. Piénsalo.

Al final el dilema para mí es fácil de resolver: o bien decido sumarme a las legiones de centenares de millones de personas que alimentan una inercia de negocio en la que se vende lo que la gente pide (capricho o entretenimiento) sin pensar en lo que todos hoy necesitamos (comportamiento ético); o bien soy honesto y me cuestiono lo que llevamos décadas haciendo y nos está destruyendo como sociedad y como especie, y en consecuencia no trato de alimentar más a la bestia. Elijo lo segundo.

 

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