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De camino al centro de la Tierra

A medida que descendía...

A medida que descendía hacia el centro, se sentía más periférico de lo que cualquier hombre puede serlo en superficie. Escaleras mecánicas le ayudaban en el trance. Tuvo tiempo para pensar en el presente de la misma forma en que años atrás pensó desanimado en el futuro. Aunque en medio del proceso pareció desfallecer y el techo y el suelo a cada metro se unían conspirando, supo por primera vez que no podía hacer nada. Se dejó abrazar por la angustia de no encontrar a nadie, de ser completamente solo, de no alcanzar la esperanza de una mutua comprensión del resto. Nada de esto le preocupaba tanto como el hecho de dejar atrás un rumbo cíclico al que poco a poco se sentía menos sujeto y apegado. Pensó en su vida marcada de accidentes y tropiezos, en las risas nocturnas y la complicidad, los momentos en que había sonreido y en que -medio loco- se sintió dueño del camino. Damián se había levantado cada día entre semana a recorrer el trayecto que separaba su casa -tuvo cuatro en apenas ocho años- de su fuente de ingresos en aumento. Para cuando no encontraba a nadie con quien poder hablar de la claustrofobia social en que se hundía, se sacudía decenas de prejuicios leyendo poesía, un arte en su tiempo denostado y olvidado del que hoy -apenas ya te suena, lector- ni siquiera nadie habla. Cuidaba los silencios y los repartía en familias de memoria para que le protegieran. Utilizó todas estas lenguas y códigos ya muertos que muy pocos comprendían de modo que cada mes y año pasados su gravedad iba en aumento aunque la distancia con el suelo fuera cada día más milimétrica. Esperaba en las paradas de autobús y en los cruces de calles del centro; siempre interpretaba una señal, devolvía a la vida oscuras muecas o brillos de conciencia.

Y al llegar no bajaba nadie aunque supo que no era el primero

Y al llegar no bajaba nadie aunque supo que no era el primero

En todo esto pensaba aquella noche, en esto y en el temblor opaco que movía sus rodillas. Se dijo a sí mismo, como queriendo abogar por la vida que restaba, que no existían los ciclos; que la Historia, repleta de gritos y proezas y de campos de batalla personales, no iba con él; que uno a uno los actos de la obra de su vida estaban indispuestos; que si no encontraba a nadie con quien poder hablar, debía buscar a alguien a quien entender. Pero en ese peldaño en el que veía pasar tradiciones de azulejos y escaleras impolutas, parecía que todos estos pensamientos no serían suficiente. Descendió otros tantos tramos sin apenas mucho esfuerzo. Custodiado por la voz interior que le horadaba lentamente, se sintió entonces extremadamente solo. Parecía preveer la última cena de todos los cristianos, el último anillo de Alighieri o un harem musulmán de calma y paz. Nada de lo que pensó por el camino, sin poder volver atrás y avanzando por naturaleza hacia delante, parecía negativo o simplemente malo, más bien era necesario. El último de los tramos era el de la Curiosidad, la inquietud inherente a todo espíritu libre del que hablaban sus lecturas. Lo sintió sin oponer ninguna resistencia. Y al llegar no bajaba nadie aunque supo que no era el primero. Completamente destruido fue feliz.

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